Palabras de apertura del Sr. Cardenal Francisco Javier Errázuriz en el Encuentro Continental de Pastoral Mariana
“Nos resulta evidente que en el amor a la Virgen hay un tesoro ingotable, un potencial sorprendente de crecimiento y desarrollo de la Fe y de la vida Cristiana”…
Encuentro Continental de Pastoral Mariana y Congreso teológico-pastoral mariano
Saludo de apertura e introducción al tema
27 de septiembre de 2006
Palabras introductorias
A nombre de la Presidencia del Consejo episcopal latinoamericano, quisiera dar a todos ustedes la más cordial bienvenida.
Nos reunimos en esta casa de la Conferencia Episcopal de México disfrutando de la acogida que nos brinda, y contentos de encontrarnos en una tierra mariana y no tan lejos del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, es decir, del santuario que recuerda y transporta al hoy la cercanía de la Sma. Virgen a nuestros pueblos. El cariño con que abrió el corazón de Juan Diego, de su Juan Dieguito, en el Tepeyac, fue la puerta de entrada del Evangelio a nuestros pueblos originarios, y sigue evocando su amor a todos nosotros, como también su misión como Nuestra Señora de la Evangelización. Con alegría nos reunimos en esta tierra suya, formando una familia de hermanos y pastores.
Los hemos invitado, cumpliendo un encargo de la Asamblea del CELAM que celebramos en Paraguay hace ya tres años. Consciente de la riqueza evangelizadora que encierra el amor a la Sma. Viren que late en América Latina y El Caribe, nos pidió que ofreciéramos “los elementos teológico-pastorales de la mariología del Concilio Vaticano II a los agentes evangelizadores, a través de congresos, retiros, encuentros, etc.”, teniendo en cuenta nuestra realidad socio-cultural. Para ello nos propuso “analizar y promover los aportes que la piedad mariana del pueblo latinoamericano ofrece a la misión evangelizadora de la Iglesia, dándoles siempre un marco trinitario y eclesial, desde la Palabra de Dios y orientada a la liturgia pascual, en un proceso de mutuo enriquecimiento” (Plan Global, proyecto 12.2 sobre pastoral y espíritu mariano).
A la finalidad anterior se sumó una segunda. La preparación de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe se centra en el tema que aprobó para ella el Santo Padre: “Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida – ‘Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida’ (Jn 14,6).” Admiramos a la Sma. Virgen como la primera discípula de su Hijo y como formadora de discípulos. Le guardamos una profunda gratitud por haberle abierto las puertas al Evangelio en este Continente como su primera misionera, llegando al alma de Juan Diego en su propio idioma, y manifestándole la grandeza del “verdaderísimo Dios por quien se vive, el Creador de todas las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, el Dueño del cielo, el Dueño de la tierra”. A la Virgen de rostro moreno le agradecen los evangelizadores su ejemplo de evangelización inculturada. Ningún otro discípulo y misionero de Jesucristo ha realizado una obra tan profunda como la que ella realiza, llegando hasta las raíces de las culturas de nuestros pueblos y a sus más sentidas necesidades humanas y espirituales, procurándoles los caminos de la vida, para que tengan vida abundante en Cristo. Por eso, en este tiempo de gracia en que preparamos la Conferencia de Aparecida, se nos hizo una necesidad pastoral celebrar este Congreso para desentrañar la inagotable riqueza pastoral de la misión de María, y para comprender mejor la sabiduría de Dios, que constituyó a su Madre en la primera discípula y misionera de su Hijo Unigénito, y en Madre a la vez que educadora de discípulos y misioneros suyos.
Ustedes han acogido nuestra invitación, emprendiendo un viaje largo y fatigoso, una verdadera peregrinación por amor a Nuestra Señora, trayendo la mochila cargada de profundas reflexiones sobre la asombrosa misión de la Madre de Jesús y de la Iglesia y de fecundas experiencias pastorales, recogidas sobre todo en sus diócesis y en el servicio pastoral a los peregrinos de grandes santuarios nacionales y regionales, y deseosos de enriquecerse con las ponencias de quienes hemos invitado como expositores, y con el intercambio mutuo de pensamientos, perspectivas y experiencias. Gracias a todos ustedes y a los expositores, con la ayuda de Dios, serán jornadas muy fecundas las que viviremos. Con esa esperanza, y a nombre de quienes han organizado este Congreso, que podemos celebrar gracias a la generosidad de la Obra “Ayuda a la Iglesia que sufre”, nuevamente les doy la más cordial bienvenida.
En esta breve introducción deseo referirme a la piedad mariana como un dato vivo de la fe de nuestros pueblos, a un desconcertante silencio de la Conferencia General de nuestro Episcopado en Medellín, a la riqueza de la reflexión mariana de las Conferencias de Puebla y Santo Domingo, y a la gran tarea que tenemos por delante.
Un dato de la fe de nuestros pueblos
Incontables católicos de otros continentes que participan por primera vez en una peregrinación a uno de los grandes santuarios marianos de América Latina y del Caribe suelen quedar admirados del número de peregrinos, de su capacidad de sacrificio en largas jornadas de camino, de su alma contemplativa y colmada de esperanza, de la gratitud a Dios y a la Virgen, como también de la confianza en ser escuchados en sus ruegos que los puso en camino, del recurso al sacramento de la reconciliación para dar un nuevo comienzo a su vida, de la explosión de gozo, hasta las lágrimas, al llegar al lugar santo, y del espíritu de fe, de familia, de solidaridad y alegría que brota espontáneo con el canto durante la fiesta religiosa.
Mayor será su admiración si visitan un santuario al cual suelen concurrir, para permanecer días enteros junto a la imagen bendita, asociaciones de bailes religiosos. Se pusieron en camino con espíritu penitente y esperanzado, con la decisión de vivir como peregrinos según el Evangelio. Se habían preparado durante meses para peregrinar con su propia imagen y llegar a saludar a su Señora en el santuario con sus bailes y con cantos muy queridos. En ellos confluyen la tierra, con sus afanes cotidianos, la esperanza que los anima a amar y sufrir con fe, como la Madre de Jesús, y el anhelado cielo, que presienten cercano y diáfano, sabiendo que la Virgen los va a ayudar a ser fieles al Señor y a alcanzar la gloria junto a Él, al Padre y al Espíritu Santo.
En su carta encíclica sobre la Madre del Redentor, Su Santidad Juan Pablo II constata “la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios, en los que no sólo los individuos o grupos locales, sino a veces naciones enteras y continentes, buscan el encuentro con la Madre del Señor, con la que es bienaventurada porque ha creído”. Recuerda el Papa que éste es el mensaje de Palestina y de tantos templos en Roma y en otros lugares del mundo, y agrega: “Éste es el mensaje de los centros como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones, entre los que no puedo dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica ‘geografía’ de la fe y de la piedad mariana” (Redemptoris Mater, 28). Sin lugar a dudas, de esa geografía de la fe, los grandes santuarios son sus capitales.
Si el visitante regresa a la ciudad y entra a los templos de la Iglesia católica, descubrirá asombrado que muchos de ellos tienen un nombre mariano, y que en ellos, sobre todo en aquellos más visitados y que atraen distintas expresiones de la piedad popular, no existe tan sólo una imagen de la Virgen María, ni tan sólo un cuadro que recuerde su bienaventurada vida. A lo largo de la historia la comunidad cristiana habrá acogido diversos cuadros e imágenes que recuerdan ya sea horas de gracia de la vida de María junto a Jesús, su Hijo, o dogmas marianos o apariciones de Nuestra Señora, También podrá hallar imágenes que representan distintos aspectos de la misión de la Virgen a favor de sus hijos. Sólo de un familiar muy querido se conservan varias fotografías en el hogar de los hijos.
Del templo pasemos a los hogares y a la vida de los miembros de la familia. Es cierto, en general no son tan frecuentes las novenas, los rosarios y los escapularios como en tiempos de nuestros abuelos. Pero surgen nuevas formas de devoción que despliegan un gran dinamismo. Pasan, por ejemplo, de casa en casa, sobre todo en el Brasil, imágenes de la Virgen peregrina. Quienes la reciben, emocionados por su visita, acuden a la parroquia a bautizar a un hijo rezagado, a confesarse, o se apresuran a visitar otra casa para reconciliarse con una vecina. Se dicen: si la Virgen quiere visitar mi hogar, querrá encontrar flores en el altarcito que la espere, y también en mi corazón.
La confianza en la intercesión de la Sma. Virgen es ilimitada. El recuerdo de las bodas de Caná lleva a tantos creyentes a pedirle que ella los mire y le diga a su Hijo con ternura: “No tienen vino”. Y más de una madre, en el lecho de muerte le pide a su hijo, apartado de la fe pero no, paradójicamente, del amor a María, que le regale un gran consuelo: que rece todos los días antes de dormir un Ave María. Impresiona constatar, muchos años más tarde, que el hijo, antes de partir de esta vida, llama al sacerdote y se reconcilia, movido por el recuerdo y la fe de su madre, en quien admiraba a María.
Podría seguir enumerando tantas otras expresiones del amor a la Virgen María y de fe en su misión. Ustedes las conocen y pueden completar este breve recuento.
Un hecho desconcertante a la vez que revelador:
la Virgen María en Medellín, a la sombra del Concilio
Gran trascendencia tendría la decisión de los Padres conciliares de incluir sus enseñanzas y orientaciones pastorales referentes a la Sma. Virgen en la Constitución dogmática sobre la Iglesia. Las acogió el capítulo VIII con el título “La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia”. Ya en el segundo número de este capítulo encontramos una afirmación impresionante. Leemos: “Al mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que ‘son miembros de aquella cabeza’, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad, y a quien la Iglesia católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima” (LG 53).
Retorna más adelante el texto conciliar sobre esta verdad, expresando: “La Madre de Dios es figura de la Iglesia, como ya enseñaba San Ambrosio, a saber: en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo. Ciertamente en el misterio de la Iglesia, que también es llamada con razón madre y virgen, la Santísima Virgen María la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de virgen y madre” (63).
Para la gran labor de renovación de la Iglesia después del Concilio, parecía ser un imperativo evidente inspirarse en su propio modelo, en la Madre y Colaboradora de Cristo en la obra de la redención, para así ser virgen y madre, y para renovarse en la fe y el amor, como también en la unión con Cristo. En verdad, decir que la Virgen María es modelo de la Iglesia, es decir que la Iglesia realiza su propia vocación y su misión, cuando la vive y la cumple conforme al ejemplo de la ‘llena de gracia’ que la precedió; la Iglesia se renueva cuando se asemeja más a María.
Cabía esperar de la Conferencia General del Episcopado en Medellín que considerase esta ruta de renovación. Con mayor razón cabía esperarlo, ya que la Conferencia se inició muy pronto después del gran acontecimiento eclesial del siglo XX, del Concilio Vaticano II. En efecto, el Concilio concluyó el 8 de diciembre del año 1965, mientras que la Conferencia de Puebla ya se inauguraba el 26 de agosto del año 1968. Por último, era normal esperarlo, porque los miembros de la Conferencia provenían de un continente eminentemente mariano, y se reunieron para reflexionar sobre “la Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”; precisamente, a la luz del Concilio.
Pero si buscamos las referencias a Nuestra Señora en el documento conclusivo, quedaremos desconcertados. Tenemos que constatar que no aparece en ninguno de los 16 temas, que tratan de la promoción humana, de la evangelización y el crecimiento de la fe, y de la Iglesia visible y sus estructuras. Ni siquiera la encontramos en temas tan cercanos a la misión de María como la familia, la educación y la catequesis o, lo que hoy nos parece increíble, tampoco cuando se trata de la religiosidad y la pastoral populares. Sólo la encontramos en el Mensaje a los pueblos de América Latina, en el cual los miembros de la Conferencia ponen “bajo la protección de María, Madre de la Iglesia y patrona de las Américas” el trabajo realizado y las esperanzas que lo acompañan. También encontramos una alusión significativa en las palabras introductorias a las conclusiones, recordando la presencia de la Reina de los Apóstoles en Pentecostés. Dice: “En torno a María, Madre de la Iglesia, que con su patrocinio asiste a este continente desde su primera evangelización, hemos implorado las luces del Espíritu Santo y, perseverando en la oración, nos hemos alimentado del pan de la Palabra y de la Eucaristía”.
¿Cómo podemos explicarnos esta omisión? Sin lugar a dudas los participantes en la Conferencia de Medellín le tenían una entrañable devoción a la Sma. Virgen. Probablemente nadie se propuso dejar fuera de las descripciones de los hechos y las situaciones y de las recomendaciones pastorales toda mención a la persona de María y a su misión en la Iglesia y en el mundo. Pero una cosa es clara: la Virgen podía ser un gran cariño entre los asistentes, pero en la elaboración de sus proyectos evangelizadores, para ellos María no tenía trascendencia: no era una luz que iluminase el proceso de renovación de la Iglesia y de transformación de la sociedad. Sería un gran cariño, pero no un programa de acción pastoral.
Tal vez una serie de circunstancias expliquen tanto silencio. No olvidemos que Medellín dio gran importancia a la transformación de la sociedad. Por eso mismo privilegió las aportaciones de la sociología y de sus análisis de la realidad. Probablemente la mayoría de los presentes pensaba o intuía que las devociones a los santos –que en muchos lugares expresaban más bien sentimientos piadosos, que propósitos de conversión y de acción- no podrían aportar nada a dicha acción transformadora del mundo. No olvidemos tampoco, que habían comenzado unos años en los cuales la voluntad de poner las cosas en su lugar conforme a la ‘verdad objetiva’, corría el peligro de olvidar verdades en las cuales confluyen el dogma y una cultura latinoamericana sellada “por el corazón y la intuición” (Joseph Ratzinger, Guayaquil 1978), que también provienen de Dios. Así se quiso dar la centralidad que le corresponde a Cristo como el único Redentor y Liberador, la prioridad debida a la celebración de la Pascua por sobre otras fiestas muy concurridas y tradicionales, y a la celebración de la liturgia, más allá de las novenas y las devociones. Junto a la riqueza que aportó este gran esfuerzo de centralización, también estuvo acompañado en muchas parroquias de una marginación de los santos, de sus imágenes, sus fiestas y sus devociones, empobreciéndose así dimensiones reales de la vida cristiana. ¡En cuántos países casi despareció el mes de María!
Sea cual sea la explicación de este hecho, constatamos este gran silencio y esta notable omisión a la hora de aplicar las enseñanzas del Concilio Vaticano II en nuestro continente.
Aires nuevos en Puebla y Santo Domingo
Durante la preparación de la Conferencia General del Episcopado en Puebla de los Ángeles tuvo lugar un Congreso de gran trascendencia sobre la religiosidad popular en nuestro continente. Se había hecho una necesidad insoslayable tomar conciencia de la verdad de este palpitar tan propio de la vida de la Iglesia en América Latina y El Caribe. Sólo así se podría tratar adecuadamente el tema de la Conferencia, a saber, “La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”.
Las orientaciones pastorales de esta asamblea tuvieron tanta influencia en la Iglesia porque recogieron la riqueza del Concilio desde la perspectiva iluminadora de la Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi. Así quisieron remontarse a las raíces históricas de esa cultura latinoamericana que querían evangelizar. Por eso no desconocieron la religiosidad popular, de la cual la Conferencia de Santo Domingo diría más tarde que “es una expresión privilegiada de la inculturación de la fe”. Afirmó además que “no se trata sólo de expresiones religiosas sino también de valores, criterios y actitudes que nacen del dogma católico y constituyen la sabiduría de nuestro pueblo, formando su matriz cultural” (SD 36; ver P 444ss).
Entretanto el Papa Paulo VI había señalado que “la devoción a María es un elemento cualificador e intrínseco de la genuina piedad de la Iglesia y del culto cristiano” (ver Marialis Cultus, Introducción). A lo cual los obispos reunidos en Puebla agregaron que ésta “es una experiencia vital e histórica de América Latina” y que esa experiencia, como “lo señala Juan Pablo II, pertenece a la íntima identidad propia de nuestros pueblos (Juan Pablo II, Zapopán 2)” (P 283).
Sobresale en el documento de Puebla la manera de describir los vínculos vitales e históricos que unen a la Familia de Dios con la Madre de Jesús y Madre de la Iglesia. El documento conclusivo reza: “En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado, presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes -en su aparición y advocación de Guadalupe-, María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo con quienes ella nos invita a entrar en comunión. María fue también la voz que impulsó a la unión entre los hombres y los pueblos. Como el de Guadalupe, los otros santuarios marianos del continente son signos del encuentro de la fe de la Iglesia con la historia latinoamericana” (P 282).
Emerge en el documento de Puebla una breve síntesis de mariología, no sólo profundamente cristológica y eclesiológica, sino además sugerente en relación a nosotros, los creyentes (ver P 282-303). De una manera cálida y llena de verdad, nos impulsa a reconocer su “admirable fecundidad” (P 287) y a vivir y colaborar con Cristo como ella, desde lo más hondo de nuestra dignidad y vocación cristiana, religiosa o sacerdotal, o de la vocación femenina (ver P 333, 334, 700, 744s). Asimismo nos inspira a vivir en plenitud, con docilidad al Espíritu Santo, nuestra vida cristiana y nuestra colaboración con el plan de salvación, como también nuestro servicio a los más necesitados. Pero no me detengo en estos hermosos textos dedicados a la Sma. Virgen, que es para la Iglesia “motivo de alegría y fuente de inspiración por ser la estrella de la Evangelización y la Madre de los pueblos de América Latina” (P 168), y para el cristiano su “modelo perfecto” (P 285) y su “madre educadora de la fe” (P 290). Supongo que el rico contenido mariológico de los documentos de Puebla y Santo Domingo aparecerá con frecuencia en las ponencias que escucharemos en estos días.
Una deuda pendiente y una oportunidad providencial
En el Mensaje de Santo Domingo nos hablan los Obispos de la experiencia de la Iglesia. Nos dicen: “La presencia maternal de la Virgen María, unida entrañablemente a la fe cristiana en Latinoamérica y el Caribe –en otro lugar dirán que “María es el sello distintivo de la cultura de nuestro continente” (15)- ha sido desde siempre, y en especial en estos días, guía de nuestro camino de fe, aliento en nuestros trabajos y estímulo frente a los desafíos pastorales de hoy” (Introducción a las orientaciones, 6). Son palabras de gran significación pastoral. Su presencia ha sido “guía, aliento y estímulo” en el camino de la fe, en nuestros trabajos y a la hora de dar respuesta a los desafíos pastorales.
Surge de inmediato una pregunta. ¿Se expresa esta constatación tan valiosa en nuestra acción pastoral? El servicio pastoral no es otra cosa que colaboración con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas, con Dios, Señor de la Vida y de la Historia. No es otra cosa que colaboración con Cristo, el único Buen Pastor, y colaboración con el Espíritu Santo que nos guía, que nos alienta y nos impulsa … poderosamente, dicen las palabras que hemos recordado, a través de la presencia entrañable de María.
Nuestra catequesis, nuestra predicación, nuestro acompañamiento espiritual, la animación de nuestras comunidades cristianas ¿expresan esta verdad? ¿Alimentamos el amor a la Virgen María de nuestro pueblo, de manera que encuentre un eco generoso en el corazón de los creyentes y de las comunidades cristianas su misión de guiarnos en nuestro camino de fe, de alentarnos en nuestros trabajos, de estimularnos frente a los grandes desafíos pastorales? ¿Colaboramos eficazmente con el plan de Dios, que le dio a ella esta tarea y al pueblo cristiano la sensibilidad para acoger y comprender su amor materno y su conducción? ¿O dejamos que esto ocurra espontáneamente, manteniéndonos al margen de este proceso vital?
Podemos reflexionar sobre esta urgencia pastoral desde otro ángulo. La Virgen María nos precedió en nuestra peregrinación por este mundo. Como lo hemos recordado, realizó como nadie el misterio de la Iglesia, virgen y madre, llegando en ella a su plenitud la vida cristiana y el compromiso con Cristo, con el Reino y con cada hijo de Dios. En la ‘mujer eucarística’ encontramos el sentido de nuestra participación en la liturgia. En la Virgen de la Visitación, encontramos a quien nos precedió portando la Buena Noticia que es Jesús, y como hombres y mujeres contemplativos del amor de Dios y de la acción histórica del Señor de la Alianza, y como colaboradores suyos. En Caná, la inspiración que necesitamos para servir y amar a las familias y a los necesitados. En el Gólgota, su dolorosa y tierna fidelidad a Cristo el Crucificado, entonces y en nuestros días. Y así podríamos seguir enumerando dimensiones de nuestra vocación y misión cristianas.
Si nos contentásemos con la mera imitación de María como modelo de nuestro encuentro con Cristo, del camino a la santidad y al servicio de los hermanos, correríamos el peligro de favorecer otra modalidad de moralismo. Pero el primer mandamiento se refiere al amor, y no es un mero imperativo ético. Y nos resulta evidente que en el amor a la Virgen hay un tesoro inagotable, un potencial sorprendente de crecimiento y desarrollo de la fe y de la vida cristiana.
Nuevamente surge una pregunta pastoral. En este continente mariano, que también por esta característica de nuestra cultura se le ha llamado el continente de la esperanza, nosotros los Obispos, los sacerdotes, los diáconos, los consagrados, los agentes pastorales, ¿qué hacemos pastoralmente con este gran don, con este tesoro que Dios nos ha regalado? En nuestro trabajo pastoral, ¿sabemos alimentar el amor a la Virgen María, de manera que el amor a ella produzca todos sus frutos? ¿Lo hacemos realmente? ¿No nos ocurre con frecuencia que optamos por la otra solución silenciosa y poco fecunda? En efecto, podemos constatar que muchas veces nos contentamos con esperar que el amor a la Virgen siga su curso, y no nos preocupamos de posibles reduccionismos, ni menos aún de despertar su vigoroso dinamismo que lleva al encuentro con Jesucristo vivo, y que inspira los caminos de la conversión, la comunión y la evangelización, los caminos para construir la Iglesia sin formalismos, sin espiritualismos, sin activismos ni minimalismos, y para transformar el mundo, liberándolo de estructuras de pecado, porque Dios quiere derribar de su trono a los poderosos y a los soberbios, y espera nuestra colaboración. Nuestro Congreso quiere abrir este fecundo horizonte pastoral.
La gran oportunidad para hacerlo nos la ofrece la celebración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Por primera vez una Conferencia General va a ser celebrada junto a un santuario de la Virgen María, de Nuestra Señora Aparecida, más bien dicho, no ‘junto al santuario’ sino en el interior del santuario en que ella nos acoge, en los espacios desde los cuales se alzan sus muros. Al tratar el tema, la Conferencia centrará sus trabajos en nuestra vocación de discípulos y misioneros de Jesucristo, y en el encargo tan propio de la pedagogía pastoral, de hacer discípulos a todos los pueblos, y de formar misioneros, para que nuestros pueblos en Cristo tengan vida. El espíritu de fe y amor a la Virgen que alienta a los peregrinos, nos acompañará en todos nuestros trabajos. Con frecuencia celebraremos la Eucaristía con los peregrinos. Una y otra vez el santuario nos evocará la cultura de nuestros pueblos, sellada por el amor a la Virgen, y la vida de Nuestra Señora, la primera discípula y misionera de Jesucristo, y su misión de formar discípulos y misioneros suyos en toda América Latina y el Caribe, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. Con nuestro Congreso, celebrado en la atmósfera del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, queremos preparar las reflexiones y las conclusiones de la Conferencia General de Aparecida.
Concluyo. Su Santidad Juan Pablo II, en su carta encíclica Redemptoris Mater, escribió: “En la fe de María, ya en la anunciación y definitivamente junto a la Cruz, se ha vuelto a abrir por parte del hombre aquel espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos ‘con toda clase de bendiciones espirituales’, el espacio de la ‘nueva y eterna alianza’. Este espacio subsiste en la Iglesia, que es en Cristo como ‘un sacramento … de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano’ (LG, 1). En la fe, que María profesó en la Anunciación como ‘esclava del Señor’ y en la que sin cesar ‘precede’ al ‘Pueblo de Dios’ en camino por toda la tierra, la Iglesia ‘tiende eficaz y constantemente a recapitular la Humanidad entera … bajo Cristo como Cabeza, en la unidad de su Espíritu”(Ibid, 13)” (Redemptoris Mater 28).
Que en el amor a María de nuestros pueblos se siga abriendo en la Iglesia para innumerables cristianos ese espacio interior en el cual el eterno Padre puede colmarnos con toda clase de bienes espirituales, el espacio de la nueva y eterna alianza, de la alianza de comunión y de paz, de amor filial y de fraternidad, de envío misionero y de abundante vida nueva en Cristo, Nuestro Señor.