MISA CRISMAL 2006
1. Queridos hermanos sacerdotes, queridos miembros de las comunidades parroquiales que hoy nos acompañan en esta solemne ocasión, queridos matrimonios que en forma particular hoy han venido para comprometerse a una mayor cercanía y ayuda con los sacerdotes y diáconos de nuestra diócesis, hermanos y hermanas.
Llega el momento solemne en que anualmente, delante del Señor y del Obispo, que es pastor y padre y del pueblo cristiano renovaremos las promesas sacerdotales que un día hicimos al consagrar nuestra vida al Señor en el sacerdocio.
Conforme a las rubricas de este día en unos momentos mas les preguntaré ¿queréis uniros más fuertemente a Cristo y configurarnos con Él, renunciando a nosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptamos gozosos el día de nuestra ordenación al servicio de la Iglesia?
Con alegría todos responderemos que si –Sí quiero, se escuchará fuerte bajo las bóvedas solmenes de esta Iglesia madre, nuestra Catedral
Queridos sacerdotes y diáconos de San Bernardo:
2. El tiempo presente corresponde a una época difícil en la vida de la Iglesia. La Iglesia de Jesucristo, como la barca de Pedro en Genesareth; sufre embates fieros que intentan cambiarle el curso. Como nos ha señalado con tanta claridad nuestro Papa Benedicto, la secularización es un fenómeno extendido, que va de la mano con la perdida de la fe y que no está ajena a propuestas teológicas insuficientes relacionadas con errores graves acerca de Cristo, la Iglesia, el destino futuro del hombre y del mundo, con reduccionismos en la enseñanza de la moral y al final- el intento ya conocido de construir una Iglesia apartada de Pedro y de los Apóstoles, alejada de Benedicto y de los Obispos.
A eso agregamos el triste espectáculo del remozamiento de viejas herejías que pretenden presentarse con ropajes nuevos y las tergiversaciones que intentan confundir al pueblo de Dios, que atañen a la sagrada persona de Nuestro Señor, a los Escritos en los que se contienen la verdades de la fe y a la vida e historia de la Iglesia. Burdos intentos que nunca opacaran la santidad de la Iglesia, pero que, por desgracia, confunden al pueblo de Dios al que nosotros, los católicos de esta época de la historia, debemos poner fuerte resistencia, como el pastor que defiende a las ovejas de los lobos.
En otras épocas de la historia quienes sostenían abiertamente opiniones contrarias a la fe de la Iglesia, abandonaban el camino. Hoy es distinto, porque permanecen dentro y como agitadores violentos, confunden a muchos hermanos y escandalizan a los pequeños. Alguien podría pensar que exagero, pero por desgracia no es así. Hay una disidencia silenciosa que busca oponer a los fieles a sus pastores, que va enseñando y poniendo en práctica errores graves en materia eclesiológica, acerca del contenido de la doctrina y sobre la moral.
Los abusos litúrgicos, pese a todas las advertencias del Papa Juan Pablo II han cundido por doquier. Sacerdotes que absuelven colectivamente a los asistentes a la Santa Misa, otros que bendicen uniones civiles, el de más allá defiende abiertamente el uso de preservativos y la anticoncepción y tantos que no respetan las más elementales normas litúrgicas y celebran los sacramentos sin respetar las disposiciones de la Iglesia. Con la gracia de Dios puedo afirmar que entre nuestro clero no hay ninguno de estos males y todos debemos esforzamos por ser muy fieles a las exigencia de nuestro servicio ministerial, también cuando, indignos, celebramos los misterios de nuestra fe y actuando in persona Christi, particularmente en la Santa Misa.
Nunca en la Historia del Cristianismo habíamos presenciado ataques tan graves y directos a la Santa persona de nuestro Salvador. Sin embargo, hermanos, sabemos bien que contra la Iglesia nunca prevalecerán estas insidias del demonio y nos duele profundamente ver a hermanos nuestros en la fe hacerse parte, quizá sin darse del todo cuenta, de esos ataques.
3. Consideremos ahora, hermanos, una vez más, la tarea a la cual hemos sido convocados. No somos partes de una organización social bien estructurada, capaz de llevar adelante eficazmente obras de bien a favor de los hombres. No somos tampoco actores de una obra filantrópica de amor a todos los hombres, ni gestores de obras sociales en bien de nuestras comunidades. Decía el Papa Juan Pablo II hace ya muchos años, refiriéndose ministerio sacerdotal: “Su servicio no es el del médico, del asistente social, del político o del sindicalista. En ciertos casos, tal vez, el cura podrá prestar, quizá de manera supletoria, esos servicios, y en el pasado los prestó de forma muy notable. Pero hoy, esos servicios son realizados adecuadamente por otros miembros de la sociedad, mientras que nuestro servicio se especifica cada vez más claramente como un servicio espiritual. Es en el campo de las almas, de sus relaciones con Dios y de su relación interior con sus semejantes, donde el sacerdote tiene una función especial que desempeñar. Es ahí donde debe realizar su asistencia a los hombres de nuestro tiempo, ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a El y amarlo sobre todas las cosas” (JP II, Hom. 2-VII-80).
3. Consideremos ahora, hermanos, una vez más, la tarea a la cual hemos sido convocados. No somos partes de una organización social bien estructurada, capaz de llevar adelante eficazmente obras de bien a favor de los hombres. No somos tampoco actores de una obra filantrópica de amor a todos los hombres, ni gestores de obras sociales en bien de nuestras comunidades. Decía el Papa Juan Pablo II hace ya muchos años, refiriéndose ministerio sacerdotal: “Su servicio no es el del médico, del asistente social, del político o del sindicalista. En ciertos casos, tal vez, el cura podrá prestar, quizá de manera supletoria, esos servicios, y en el pasado los prestó de forma muy notable. Pero hoy, esos servicios son realizados adecuadamente por otros miembros de la sociedad, mientras que nuestro servicio se especifica cada vez más claramente como un servicio espiritual. Es en el campo de las almas, de sus relaciones con Dios y de su relación interior con sus semejantes, donde el sacerdote tiene una función especial que desempeñar. Es ahí donde debe realizar su asistencia a los hombres de nuestro tiempo, ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a El y amarlo sobre todas las cosas” (JP II, Hom. 2-VII-80).
4. Somos, ministros del evangelio, llamados a anunciar a los hombres y mujeres de esta tierra la verdad sobre Jesucristo, nuestro Salvador. Como enseña el Concilio Vaticano II “por el Sacramento del Orden, los presbíteros se configuran a Cristo Sacerdote como miembro con su Cabeza para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan grande vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, a pesar de la debilidad humana, a seguir la perfección, según la palabra del Señor: Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro padre celestial” ( Mt., 5,48 ). “Los sacerdotes – sigue el Decreto Presbytetorum Ordinis – están obligados a adquirir aquella perfección por un título especial, puesto que, consagrados de forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen e instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder conseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró con divina eficacia, todo el género humano”
“Siendo, pues, que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también la gracia singular de – al mismo tiempo que sirve a la grey encomendada y a todo el pueblo de Dios – poder conseguir más aptamente la perfección de Aquél, cuya función representa, y que sane la debilidad de la carne humana, la santidad de quien se hizo por nosotros Pontífice ” santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores” (Heb., 7,26 ).)(Ibidem)
5. “Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, “se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas ” ( Tit., 2,14 ), y así, por su pasión, entró en su gloria; de igual modo, los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pueden caminar hacia el varón perfecto, en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo”(Ibidem)
“Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia, se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que desarrollan en unión con el Obispo y con los presbíteros” (Ibidem)
“Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio – porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos -, sin embargo, por ley ordinaria, Dios prefiere manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, ya pueden decir con el Apóstol: ” Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” ( Gal., 2,20 )Este, queridos hermanos es la gran misión a la que henos sido llamados”(Ibidem)
6. San Gregorio Magno, con una comparación sugestiva dice “Aquel que se acerque a un sacerdote debe quedar condimentado con el sabor de la vida eterna, como la carne con el contacto de la sal. (S.Gregorio Magno, Hom. I7sobre los Evang.).
“Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió. Porque la obra divina, para cuya realización separó el Espíritu Santo, trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues ” Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes ” ( 1 Cor., 1,27 ). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios, y como encadenado por el Espíritu es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en las circunstancias diarias, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida” (PO15).
“Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio Obispo y de los otros superiores; gastándose y desgastándose en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde que sea” (ibidem).
“De esta forma, guardan y reafirman la necesaria unidad con los hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo que crece ” por todos los ligamentos que lo nutren “. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan insistentemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios”(ibidem)
“Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que ” se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo… hecho obediente hasta la muerte ” ( Fil., 2,7-9 ). Y con esta obediencia, venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el Apóstol : ” Por la desobediencia de un hombre, muchos fueron pecadores; así también por la obediencia de uno, muchos serán hechos justos ” ( Rom., 5,19 ).
7. Queridos hermanos, fieles que hoy nos acompañan en este momento solemne de nuestra vida, el tiempo presente de la vida de la Iglesia, lleno de luces pero también de grandes sombras, es el momento oportuno para reafirmar nuestro deseo de imitar a Cristo en el trabajo apostólico que cada uno ha recibido de su Obispo, dejando de lado cualquier pesimismo, cualquier visión negativa que algunos acontecimientos pudiera crear entre nosotros. Es tiempo también para prometer una vez mas al Señor, el único Maestro, nuestro decisión de olvidarnos de nosotros mismos para que El pueda ser en nosotros y cada uno seamos El para el pueblo de Dios.
En este tiempo en que vemos a tantos miles de hombres y mujeres que se acercan reverentes a nuestros templos para seguir al Señor en su Pasión redentora, en que con nuestra propia experiencia descubrimos el sentido católico de nuestro pueblo, en que muchos se acercan contritos a recibir el sacramento del perdón, agradezcamos con nuestra fidelidad los dones con que el Señor ha querido adornar nuestra Iglesia, uno de ellos, con humildad de corazón hay que decirlo, nuestra propia llamada al sacerdocio, nuestra entrega completa y definitiva a la gran obra de la Redención del mundo que el Señor ha realizado desde la Cruz.
Siguiendo unas palabras del Papa Juan Pablo “deseo, que todos vosotros, junto conmigo, encontréis en María a la Madre del sacerdocio, que hemos recibido de Cristo. Deseo, además, que confiéis particularmente a Ella vuestro sacerdocio. Permitid que yo mismo lo haga, poniendo en manos de la Madre de Cristo a cada uno de vosotros -sin excepción alguna de modo solemne y, al mismo tiempo, sencillo y humilde. Os ruego también, amados hermanos, que cada uno de vosotros lo realice personalmente, como se lo dicte su corazón, sobre todo el propio amor a Cristo-Sacerdote, y también la propia debilidad, que camina a la par con el deseo del servicio y de la santidad. Os lo ruego encarecidamente. (Carta Novo incipiente 8-IV-1979, n. 11).
No quiero dejar pasar esta ocasión sin levantar el corazón agradecido al Señor, de quien procede todo bien, por el presbiterio que ha concedido a esta diócesis de San Bernardo. Con corazón de padre y hermano, os digo que es un gozo servir al Señor con cada uno de ustedes, con sus maneras peculiares y sus formas diversas, dentro de una unidad maravillosa sintetizada por la intima unión con el Obispo y con nuestro Santo Padre el Papa Benedicto, a quien hoy nos unimos con especial devoción y amor. No puedo tampoco dejar pasar este momento para agradecer al Señor el bien de las vocaciones al sacerdocio con que ha querido bendecir a esta pobre y humilde porción del pueblo de Dios que camina en San Bernardo y mi corazón pastoral se alegra particularmente al saber que el ultimo domingo de este mes el Señor, en su misericordia y amor por nosotros, nos regalará tres nuevos sacerdotes, que se unirán en la misión de llevar a Cristo a nuestros hermanos. Que el señor bendiga a cada uno y a todo nuestro pueblo cristiano, representando por tantos fieles de las parroquias y comunidades hoy aquí presentes, que son nuestro apoyo y que nos alientan a seguir sin ceder en el servicio a Dios y a su Santa Iglesia.
Asi sea.
San Bernardo, 12 de abril de 2006