“El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca”.
Viene a ser ya un lugar común que al escribir o hablar de la separación entre la Iglesia y el Estado, se pretenda hacer entender que su significado es que entre ambos órdenes, diríamos el espiritual y el temporal, no existe o es conveniente que no haya relación alguna, como si se trata de dos ámbito diversos y contrapuestos. Es la visión decimonónica contraria, por cierto a una inteligencia adecuada de la laicidad del estado.
Como recordaba hace un tiempo el Papa Benedicto al embajador de Francia ante la Santa Sede, “el principio de laicidad consiste en una sana distinción de poderes, que no es en absoluto una oposición y que permite a la Iglesia participar cada vez más activamente en la vida de la sociedad, respetando las competencia de cada uno”. En su primera Encíclica “Deus caritas est” vuelve el Papa sobre el tema: “El orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política. Un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones, dijo una vez Agustín: « Remota itaque iustitia quid sunt regna nisi magna latrocinia?». Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar. Son dos esferas distintas, pero siempre en relación recíproca.”
En efecto, no se puede pedir al Estado como tal que haga un acto de fe y acoja una religión determinada en desmedro de otra. El acto de fe es siempre personal. Pero sí es exigible que la fe y su expresión social en la Iglesia sea considerada como un factor social muy decisivo del Bien Común y como tal tenga plenas garantías en su desarrollo, expresión y aporte al bien del hombre. En este sentido el Estado liberal moderno ha sido sumamente injusto con la religión y con la Iglesia, intentado reducirla a un solo sentimiento personal, que tiene su expresión en el corazón y su lugar es el templo.
También en nuestra realidad chilena el Estado ha desconocido severamente el aporte de la Iglesia. Hay aquí un camino por recorrer que las modernas democracias ya han experimentado. Un estado que no reconoce y alienta el aporte de la Iglesia en sus diversas manifestaciones es un estado sumido en el laicismo. Hay algo injusto en su proceder.
En el fondo, la antigua y falsa contraposición fe-razón sigue gravitando en muchos de los ambientes intelectuales que hoy parecen tener en sus manos la conducción de la ideas. Pero, volvamos a la enseñanza de Benedicto:
“En este punto, política y fe se encuentran. Sin duda, la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón. Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio. En este punto se sitúa la doctrina social católica: no pretende otorgar a la Iglesia un poder sobre el Estado. Tampoco quiere imponer a los que no comparten la fe sus propias perspectivas y modos de comportamiento. Desea simplemente contribuir a la purificación de la razón y aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto también en práctica” (n.28).
Y esto resulta más claro siendo la persona humana el gran destinatario de la acción estatal que busca el bien común y de las enseñazas de la Iglesia que buscas mostrar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo su naturaleza trascendente y su destino eterno. Como ha escrito Javier Martínez, Arzobispo de Granada, la razón secular propugnada por el liberalismo no es capaz de fundar una realidad social, una verdadera humanidad y termina en violencia, pues ha perdido su racionalidad y conduce al nihilismo, que lleva en si una dinámica autodestructiva. Esto ocurre porque no es capaz de fundar en lo verdadero su propio proyecto sobre el hombre; no sabe qué es el hombre y tampoco es capaz de conducirlo a su fin, que también le es desconocido.
(*) Obispo de San Bernardo