Catedral de San Bernardo, 24 de diciembre, 21.00 hrs.
Queridos hermanos y hermanas
Unidos a la Iglesia en todo el mundo y principalmente a nuestro Santo Padre Benedicto XVI, celebramos hoy el nacimiento de Jesús. Dice el santo evangelio que este niño, el Hijo de Dios, nació en Belén de Judá, en tiempo del Rey Herodes, y su Madre, María Santísima, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre donde comían los animales, porque no hubo para El un lugar digno donde nacer. En el silencio de esta noche santa, vino Dios al mundo y el mundo se encontró con Dios, y fueron unos pastores los primeros en recibir el aviso del cielo, “hoy ha nacido en la ciudad de David, el Mesías, el Señor” y lo encontraron como un niño que balbucea, acompañados de su Madre y del Santo Patriarca San José.
Un viaje largo
“En Palestina, lo mismo que en Egipto, las formalidades del censo exigían que los que habían de inscribirse se trasladasen al lugar de su origen, cosa sumamente fácil para un oriental, que conserva con especial tenacidad las noticias geográficas y demográficas de sus antepasados. Descendiente de la casa de David, José tuvo que abandonar su aldea de Nazaret para inscribirse con María en los registros de la ciudad de David, de Belén. Un camino largo separaba las dos poblaciones; un camino que los peatones tardan todavía en recorrer tres o cuatro días. Atravesaron primero la llanura de Esdrelón, saturada de recuerdos bíblicos y salpicada de pueblecitos quietos y silenciosos.(…) En la boca misma de un valle profundo y estrecho, al borde de camino, se detienen a probar el agua del pozo de Jacob, y poco después recuerdan a José, hijo de Jacob, al cruzar delante de su tumba. Pasan al lado de las torres de Sión, divisan el templo de Herodes, sin concluir todavía, pero aun así resplandeciente de oro y de mármoles, y algo más tarde pisan ya los campos betlemitas, donde mil años antes había apacentado sus ovejas el más famoso de sus antepasados” (Fray Justo Perez de Urbel)
María y José van camino de de Belén, cumpliendo así la voluntad del Padre celestial que había determinado iniciar la redención del mundo del pecado mediante la encarnación y el nacimiento de su Hijo entre nosotros. En su caminar dificultoso, pues la madre lleva en su seno a un niño de 9 meses Recorren la historia del pueblo hebreo, del pueblo de Dios, que mantuvo a lo largo de la historia humana le esperanza de la venida del Salvador. Hoy como ayer, nosotros los miembros del nuevo pueblo de Dios, debemos mantener la esperanza de la propia salvación y de la acción de Dios en el mundo. Es preciso redescubrir el sentido navideño y su validez, darnos cuenta una vez más de que, aunque sea de modo inconsciente, también nosotros necesitamos al Salvador y en el fondo lo anhelamos; tarde o temprano comprendemos la falacia de esas promesas de “felicidad barata” que ofrece un mundo cada vez más vacío. Un camino para vivir la Navidad es mirar a los otros, a los más necesitados, a los que sufren; en esa medida salimos de la asfixiante cárcel del propio yo y comenzamos a entrever un “tú” lleno de sentido, y detrás de ese “tú”, misteriosamente unido a él, el “Tú” con mayúscula, que no cesa de hablarnos al fondo del corazón, acaso con más fuerza en estas fiestas en que se nos presenta inerme, hecho Niño, necesitado de nuestro afecto y comprensión.
La ciudad de David
“Si Nazaret es una aldea desconocida de los autores de la antigua literatura hebrea, Belén, en cambio, tenía una historia brillante. Al asentarse los israelitas en Tierra Santa cambió su nombre cananeo de Beth Lahamu, «casa del dios Lahamus», por el de Beth Lehem, «casa del pan». Se la llamó también Efratá, apellido de uno de los principales linajes que se fijaron en ella y que se hizo famoso en la rama de Jessé, padre de David. Era una ciudad pequeña, y así la llamaba el profeta Miqueas en el siglo VII, pero le daban cierta vida las caravanas que iban de Egipto a Jerusalén. Un tal Camaan, hijo de un contemporáneo de David, había construido allí una posada, que en tiempos de Jeremías, y acaso en tiempos de Jesús, seguía llamándose la hospedería, el Khan o Geruth de Camaan” (Fray Justo Perez de Urbel)
“Jerusalén y Belén distan entre sí dos horas apenas de camino, pero forman parte de dos regiones geográficamente distintas. Al dejar la cima plana que las separa, el paisaje cambia súbitamente; es otro el ambiente, otro el clima, otra la dirección de las aguas. Es el valle que se extiende con melodiosa policromía hasta la meseta situada sobre el Jordán; campos de labor, áridas parameras, terraplenes, donde crecen olivos centenarios, hondonadas pintorescas, defendidas del viento por las montañas del Oeste, donde los pastores tienen sus estaciones, y, en el centro, una hermosa llanura de pan llevar de la cual ha tomado su nombre la histórica población de Bethlehem, es decir, tierra de pan”(Ibidem)
“Con el alma sacudida por la emoción y el recuerdo atravesaron los dos esposos de Nazaret aquellos lugares donde cada arroyo, cada piedra traía a sus mentes algún suceso de la historia del pueblo de Dios íntimamente relacionada con la de su familia; el campo donde estuvo en otro tiempo el dominio de Booz; las rastrojeras en que podían adivinarse todavía las huellas de Ruth, la espigadora; el bosque entre cuya espesura se había encontrado David con el león. Subieron la colina blanca y suave que conducía a las primeras casas, y en el momento en que agonizaba la tarde se detuvieron delante del Khan, tal vez la vieja construcción de Camaam, restaurada a través de los siglos, un edificio rodeado de soportales, con un gran patio central, donde se amontonaban las caballerías. La gente gritaba, discurría ligera de un lado a otro, se saludaba a voz en cuello, cantaba, bromeaba, gesticulaba. Algunos maldecían de los caprichos del César y murmuraban contra aquella disposición que les imponía toda suerte de privaciones, molestias, gastos y exacciones: la aspereza de los caminos, la incomodidad de las posadas, el trato desdeñoso de los empleados, la preocupación de encontrar un alojamiento en tierras en donde tal vez habían tenido un ascendiente ilustre, pero donde ahora eran enteramente desconocidos”. (Ibidem)
Queridos hermanos, nosotros también somos herederos de la historia de Dios entre los hombres y debemos mantener esa memoria en las generaciones que nos siguen. Acaso es fácil esto en un mundo que parece no necesitar de Dios? ¿Qué significado puede tener la Navidad para una sociedad que comienza a considerar a Dios como algo superfluo? ¿Por qué celebrar la venida de Dios al mundo cuando de repente ya no lo necesitamos, no nos hace falta? El camino de Belén es un camino de esperanza, pero también de seguridad, Dios viene a salvarnos, viene a tomar nuestras propia existencia, nuestra vida, nuestros trabajos, nuestros dolores y lloros en su manos, para darles un sentido nuevo, redentor y entonces toda vida, por pequeña que sea, por miserable que parezca, es una vida para Dios. Este es uno de los grandes secretos de la Navidad, que toda la existencia humana es camino para llegar a Belén y descubrir a Dios que nace entre los hombres.
Buscando una posada
Pero no había en la ciudad de su antepasado el Rey David un lugar donde María pudiera dar a luz. Jesús no fue acogido. “Este era el caso de José. Abrióse paso entre la multitud, no sin prever una acogida desagradable. Pero su mayor angustia no era tal vez no encontrar casa donde pasar la noche, sino el temor de que no hubiese un rincón donde estar a solas. San Lucas nos dice que José llevaba consigo a María, «la mujer desposada con él, que estaba encinta». Ella, en realidad, no tenía obligación de ir, no se hallaba incluida en la ley; pero era imposible dejarla sola en aquel estado, y puede imaginarse también que, dadas las circunstancias prodigiosas de la concepción, los dos esposos hubiesen resuelto establecerse en el lugar de origen del linaje de David, ya que, según el ángel Gabriel, Dios había de dar al fruto que esperaban el trono de David su padre. Ahora bien: aquel hijo que María llevaba en sus entrañas y que de una manera tan extraordinaria había sido concebido, debía nacer también de una manera maravillosa, y era mortificante pensar que no podían sustraer el misterio a las miradas curiosas de las gentes. Esto es lo que se desprende de la expresión de San Lucas. No dice sencillamente que no había lugar en la posada, sino que no había lugar para ellos, aludiendo a las exigencias especiales que se presentaban con el parto inminente de María. Los temores de José se convirtieron en realidad; una y otra vez se le dijo «que no había lugar para ellos en la posada», un lugar recogido, decoroso, solitario. Insistió, suplicó, pero todo fue inútil”.(Fray Justo Perez de Urbel)
Este es el drama de nuestro mundo, del actual y del pasado. El Hijo de Dios viene a vivir con sus hermanos los hombres, haciéndose Él mismo hombre y no encuentra acogida. Jesús nació en una gruta de Belén, dice la Escritura, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón”. “No me aparto de la verdad teológica, si te digo que Jesús está buscando todavía posada en tu corazón” (Forja 274). Hoy es un día para meditar en la acogida que hacemos en nuestra vida y en nuestro corazón al Señor, en la acogida que damos a los mas pobres, a los desamparados, a los que piensan distinto, a los que se oponen a los planes redentores de Dios, a los que persiguen a la Iglesia, a los que consideramos poca cosa, porque en todos ellos debemos acoger al Señor. Hoy es un día para decirle a Jesús que nace, Señor, no cerraré mi corazón a tus dulces lloros, a tus exigencias, a tus mandamientos, a las enseñanzas de la Iglesia por ti fundada.
La Gruta donde nace el Hijo de Dios
“Cerca de allí, abierta en la montaña calcárea, le señalaron una especie de gruta que estaba habilitada para establo, y en la cual se veía, como único mobiliario, un pesebre móvil, suspendido en el muro, o colocado en el suelo, para echar en él comida a los animales. Tal es el refugio que pudieron encontrar en su penoso viaje los dos aldeanos de Nazaret. «Y sucedió que mientras estaban allí llególe a María la hora de dar a luz. Y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales, y le reclinó sobre el pesebre, pero el pesebre exige el establo, y el establo, en las costumbres de aquel tiempo, supone una gruta, una pequeña caverna, abierta en una colina cercana a la población. Un albergue pobre, destartalado y lleno de telarañas fue el primer palacio dé Jesús en la tierra; un pesebre sucio, su primera cuna; un asno y un buey, según la vieja tradición, de la cual nada se nos dice en el Evangelio, los que le calentaron con su aliento en aquella noche fría. María, que le había dado a luz sin dolor, pudo ocuparse de prodigarle personalmente los primeros cuidados. Es un pormenor que no quiere omitir el evangelista, para darnos a entender que si fue concebido milagrosamente, nació más milagrosamente todavía. «Jesús, dice San Jerónimo, se desprendió de ella como el fruto maduro se separa de la rama que le ha comunicado su savia, sin esfuerzo, sin angustia, sin agotamiento.»
Y en otra parte dice: «No hubo allí auxilio ninguno de otra mujer, como luego supusieron los Evangelistas apócrifos. María envolvió al Niño en pañales. Ipsa mater et obstetrix fuit.» No sin motivo había buscado cuidadosamente un lugar solitario y tranquilo.
Más tarde, el mundo irá a venerar la gruta donde acababa de realizarse aquel prodigioso nacimiento. Apenas habrá pasado un siglo cuando ya un escritor nacido en aquella tierra de Palestina, San Justino, nos hablará de ella con respeto, y algo más tarde el gran Orígenes afirmará que hasta los mismos paganos conocen la cueva en que había nacido Jesús, adorado por los nazarenos. Después, los reyes de la tierra la adornarán de oro, y de plata, y de telas preciosas; humillarán en ella su grandeza y besarán aquel suelo, que besan todavía constantemente, con lágrimas de amor y agradecimiento, miles y miles de peregrinos. Todavía se ve allí, llena a todas horas de multitudes piadosas y llorosas, entre otras cuevas o excavaciones naturales, que sirvieron también, o sirven todavía, de establos, la cueva milagrosa, la que fue el primer refugio de Dios cuando vino a la tierra”
Pobre nace nuestro redentor, pobre vive y pobre muere. Es para decirnos a nosotros que esta virtud noble es necesaria para poder comprender la redención. Escribe san Josemaría Escrivá “Me dices que deseas vivir la santa pobreza, el desprendimiento de las cosas que usas. —Pregúntate: ¿tengo yo los afectos de Jesucristo, y sus sentimientos, con relación a la pobreza y a las riquezas? Y te aconsejé: además de descansar en tu Padre-Dios, con verdadero abandono de hijo…, pon particularmente tus ojos en esa virtud, para amarla como Jesús. Y así, en lugar de verla como una cruz, la considerarás como signo de predilección. (Forja 888).
Queridos hermanos y hermanas, cuanto mal hace a nuestro mundo poner la seguridad en las riquezas, en el tener más que en el ser, como nos enseñó el venerado Papa Juan Pablo. “Hemos de exigirnos en la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos muertos ni impedimentas que dificulten la marcha. Precisamente porque no consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados, debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar” (Amigos de Dios, 125)
Los pastores, ellos fueron los primeros
“Hoy, aquella colina resuena de hormigueros y rumor de multitudes; entonces, todo el mundo ignoraba que allí acababa de realizarse el mayor acontecimiento de la historia. Es el cielo quien vino a revelárselo con un nuevo prodigio. Al oriente de Belén, camino del mar Muerto, se extiende la verde llanura donde antaño se elevaba aquella torre del rebaño, junto a la cual plantó su tienda Jacob para llorar a su amada Raquel. Una iglesia, escondida entre olivos, señala allí el lugar sobre el cual se abrieron las nubes para dejar ver una nueva luz: «Un grupo de pastores dice San Lucas guardaba sus ganados y velaba durante la noche. De pronto, el ángel del Señor se les apareció, los rodeó una gloria celeste y fueron poseídos de un santo temor.»
“Al otro lado de Belén se extendía una vasta llanura, tierra inculta y abandonada, por donde erraban numerosos rebaños con sus respectivos pastores, lo mismo en invierno que en verano, lo mismo de día que de noche. Aunque mal mirados por los doctores de Israel, porque se preocupaban muy poco de conocer sus enseñanzas sobre las abluciones y los diezmos y los alimentos impuros, y sobre la observancia del sábado, estos pastores eran los continuadores de los patriarcas bíblicos. Llevaban la misma vida que ellos, y como ellos contemplaban todas las noches el cielo cuajado de estrellas, negro, profundo, aterciopelado”.
“Sus descendientes de hoy siguen llevando sus rebaños sin rumbo fijo por aquellos páramos y llanuras, y las gentes los conocen con su nombre, que significa: «Los que viven al raso.» Hombres nómadas, libres, con una libertad ganada a fuerza de fatigas, privaciones y desprecios, conservaban mejor que los habitantes de las ciudades la fe sencilla, la piedad sincera y las antiguas tradiciones de Israel. La visita del ángel, interrumpiendo sus charlas nocturnas en torno a la hoguera, los llenó de espanto. Un israelita no podía ver un rayo de gloria que caía del cielo sin recordarle los rayos de Jahvé, portadores de muerte. Pero el ángel los tranquilizó, diciendo: «No temáis. Os anuncio una gran alegría, para vosotros y para todo el pueblo. Cerca de aquí, en la ciudad de David, acaba de naceros un Salvador, el Cristo, el Señor; y ésta es la señal que os doy: encontraréis un Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.» (Fray Justo Perez de Urbel)
Estos pastores, quizá sucios en sus vestimentas, poco pulcros en sus maneras y formas de vivir, tuvieron el don de ser los primeros en ver el prodigio del Dios nacido entre los hombres. Con ello el Señor nos enseña que son los mas pobres, los que quizá nadie considera, los que no tiene casa en la ciudad y viven al raso, teniendo como techo el cielo estrellado o la nubes lluviosas del vendaval, lo primeros a los que debemos anunciar el Evangelio, porque ellos son un retrato de Jesús que nace. “Pero yo quisiera, después de recordaros tan crudamente nuestra personal insignificancia, encarecer ante vuestros ojos otra estupenda realidad: la magnificencia divina que nos sostiene y que nos endiosa. Escuchad las palabras del Apóstol: bien sabéis cómo ha sido la liberalidad de Nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, de modo que vosotros fueseis ricos por medio de su pobreza. Fijaos con calma en el ejemplo del Maestro, y comprenderéis enseguida que disponemos de tema abundante para meditar durante toda la vida, para concretar propósitos sinceros de más generosidad. Porque, y no me perdáis de vista esta meta que hemos de alcanzar, cada uno de nosotros debe identificarse con Jesucristo, que —ya lo habéis oído— se hizo pobre por ti, por mí, y padeció, dándonos ejemplo, para que sigamos sus pisadas”. (Amigos de Dios 110).
Los cantos venidos del cielo
“La noticia era extraña: el Mesías que aguardaba Israel, el descendiente de David, el restaurador de su trono, yacía recostado en el pasto de una caverna. «Quitadme esos lienzos vergonzosos y ese pesebre, indigno del Dios a quien yo adoro», dirá Marción, uno de los primeros herejes. Y Tertuliano le contestará: «Nada es más digno de Dios que salvar al hombre y pisotear las grandezas transitorias, juzgándolas indignas de Sí y de los hombres.» Pero no era a los potentados de la tierra, no era a los doctores del templo a quienes se dirigía el mensaje, sino a los pobres pastores del desierto, gente despreciable y sospechosa para los escribas, que los excluían de los tribunales y rechazaban su testimonio en los juicios, y habían inventado este proverbio despectivo: «No dejes que tu hijo sea ni apacentador de asnos, ni conductor de camellos, ni buhonero, ni pastor, porque son oficios de ladrones.» ¿Cómo iba a poder someterse esta gente ambulante, que ante todo debía pensar en vivir, a las mil prescripciones con que se había complicado la Ley? Pero la vida de Cristo está impregnada, desde este primer momento, de una profunda ironía contra los sabios y los poderosos. Cuando comience su actividad misional dará como signo de su misión divina la evangelización de los pobres. Y he aquí que apenas nacido, los Pobres son ya evangelizados. Y los pobres comprendieron y creyeron: creyeron que el Mesías había nacido. Pronto se dieron cuenta de que el mensajero no estaba solo: un coro de espíritus resplandecientes le rodeaba cantando el himno cuyo eco resuena en todas las iglesias del mundo: «¡Gloria a Dios en las alturas y paz sobre la tierra a los hombres amados del Señor!». He aquí el anuncio prodigioso: la paz. Cristo había querido nacer en un momento señalado por la paz que las veinticinco legiones de Roma mantenían en todas las fronteras. Pero la paz que Él traía era mucho más honda y duradera.
Era la paz que unía al hombre con Dios, la que beatificaría a las almas, que por sus actos se hiciesen dignas del beneplácito divino. Es la traducción exacta del término que usa San Lucas: «Paz sobre la tierra en los hombres del beneplácito.» Maravillados de este misterioso concierto, miraban hacia la altura, y cuando los últimos ecos se perdieron ya en la lejanía, echaron a andar, diciendo: «Vayamos a Belén y veamos este prodigio que el Señor nos anuncia.» (Fray Justo Perez de Urbel)
La paz, queridos hermanos, que bien tan escaso en nuestro mundo tan dividido. Que bien tan necesario en una patria como la nuestra, herida aún con llagas que sangran y que todos debemos querer cerrar con el bálsamo del perdón y la caridad. Pero es que la paz honda y duradera nace de aceptación de Dios por parte del hombre. “Característica evidente de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, es la paz en su alma: tiene “la paz” y da “la paz” a las personas que trata”(Forja 649). Pidamos esa paz para nuestra amada Patria, pidamos la reconciliación de todos los hijos de esta tierra, pidamos que Jesús no de la fuerza para ser hombre y mujeres de paz.
La Madre nuestra Madre
“Aquellos adoradores nocturnos fueron los primeros peregrinos de los millones y millones que, a través de los siglos, habían de traspasar los umbrales del portalillo de Belén. Y adoraron al Niño entre transportes de gozo, y felicitaron a la Madre, y le ofrecieron sus dones perfumados de campo y de fe, «y se volvieron alabando y glorificando a Dios por todas las cosas que habían visto y oído, según les fuera anunciado». Y en medio de aquel ingenuo alborozo, mientras ellos repetían una y otra vez su relato de luces, de ángeles y de músicas, «llenando de admiración a cuantos les escuchaban», la Madre de Jesús callaba. Sonriente, sin dudar, y agradecida a aquellos homenajes, callaba. «María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón», hasta el día en que se las cuente a San Lucas, su pintor, su evangelista, que en esta frase nos ofrece una alusión delicada a la fuente de su información. Porque es Ella, seguramente, quien le dio a conocer este relato, sobrio y tierno a la vez, donde se descubren el acento de la Virgen y el corazón de la Madre” (Fray Justo Perez de Urbel)
Que María, la Madre de Jesús, nos enseñe a abrir nuestro corazón para que Jesús nazca en cada uno de nosotros, en nuestras familias, en nuestra ciudad, en el campo y en la patria y así vivamos como hermanos, hijos de un mismo Dios, herederos de la misma fe y duelos de una misma tierra.
Así sea.