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Formación, Eucaristía y Fraternidad: tres claves del sacerdocio en el siglo XXI

Aporte a la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe de Monseñor
Juan Ignacio González Errázuriz, Obispo de San Bernardo- Chile

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1. La formación permanente del clero: algunas razones teológicas.

La formación de los futuros sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, y la atención asidua, llevada a cabo durante toda la vida, con miras a su santificación personal en el ministerio y mediante la actualización constante de su dedicación personal lo considera la Iglesia como una de las tareas de máxima importancia para el futuro de la evangelización de la humanidad. Esta tarea formativa de la Iglesia continúa en el tiempo la acción de Cristo como señala el evangelista san Marcos y parece un tema esencial a la hora de abordar los trabajos de la Iglesia en América Latina.

“ Y subiendo al monte llamó a los que él quiso, y fueron donde él estaba. Y constituyó a doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con potestad de expulsar demonios: a Simón, a quien le dio el nombre de Pedro, a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes dio el nombre de Boanerges, es decir; “hijos del trueno”; a Andrés, a Felipe, a Bartolomé, a Mateo a Tomás, a Santiago el de Alfeo, a Tadeo, a Simón el Cananeo y a Judas Iscariote, el que le entregó” (Mc 3, 13-19)

En estas palabras vemos descrito, dirá BENEDICTO XVI, lo que el Señor pensaba que debería ser el significado de un apóstol: “estar con él y estar disponible para la misión. Las dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto es esencial estar con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no sólo con palabras” .

Se puede afirmar que la Iglesia —aunque con intensidad y modalidades diversas— ha vivido continuamente en su historia esta página del Evangelio, mediante la labor formativa dedicada a los candidatos al presbiterado y a los sacerdotes mismos. Pero hoy la Iglesia se siente llamada a revivir con un nuevo esfuerzo lo que el Maestro hizo con sus apóstoles, ya que se siente apremiada por las profundas y rápidas transformaciones de la sociedad y de las culturas de nuestro tiempo así como por la multiplicidad y diversidad de contextos en los que anuncia y da testimonio del Evangelio; también por el favorable aumento de las vocaciones sacerdotales en diversas diócesis del mundo; por la urgencia de una nueva verificación de los contenidos y métodos de la formación sacerdotal; por la preocupación de los Obispos y de sus comunidades a causa de la persistente escasez de clero; y por la absoluta necesidad de que la nueva evangelización tenga en los sacerdotes sus primeros «nuevos evangelizadores» .

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1BENEDICTO XVI, Discurso a los presbíteros y diáconos de la Diócesis de Roma, 13.V.2005.

Como recordaba BENEDICTO XVI, “el misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su “yo”: in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio” . Llevar a cabo este importante cometido ha de ser uno de los objetivos primeros de la formación permanente del clero.

Por medio de la efusión sacramental del Espíritu Santo, que consagra y envía, el presbítero queda configurado con Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, y es enviado a ejercer el ministerio sacerdotal. Con las palabras del Catecismo de la Iglesia podemos decir que la gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento configura con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor de quien el ordenado es constituido ministro . De este modo, al sacerdote, marcado en su ser de una manera indeleble y para siempre como ministro de Jesús y de la Iglesia, e inserto en una condición de vida permanente e irreversible, se le confía un ministerio pastoral que, enraizado en su propio ser y abarcando toda su existencia, es también permanente. El sacramento del Orden confiere al sacerdote la gracia sacramental, que lo hace partícipe no sólo del “poder” y del “ministerio” salvífico de Jesús, sino también de su “amor”; al mismo tiempo, le asegura todas aquellas gracias actuales que le serán concedidas cada vez que le sean necesarias y útiles para el digno cumplimiento del ministerio recibido . De esta manera, la formación permanente encuentra su propio fundamento y su razón de ser original en el dinamismo del sacramento del Orden.

Efectivamente el “ven y sígueme” de Jesús encuentra su proclamación plena y definitiva en la celebración del sacramento de su Iglesia: la llamada de Cristo manifestada y comunicada por la oración y las manos del Obispo reciben la respuesta de fe del sacerdote “vengo y te sigo”. Las palabras -“ven y sígueme”- marcan la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestiguan la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Por esta elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y –con la ayuda de la gracia- tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. De ahí que el “vengo y te sigo” del día de la ordenación en cuanto se actúa mediante elecciones conscientes y libres es mucho más que una simple intención genérica .

Desde el momento de la ordenación, dirá JUAN PABLO II, comienza aquella respuesta que, como opción fundamental, deberá renovarse y reafirmarse continuamente durante los años del sacerdocio en otras numerosísimas respuestas, enraizadas todas ellas y vivificadas por el “sí” del orden sagrado. Dios sigue llamando y enviando, revelando su designio salvífico en el desarrollo histórico de la vida del sacerdote y de las vicisitudes de la Iglesia y de la sociedad. Como recordaba un sacerdote santo, “en la vida nuestra en la vida de los cristianos, la conversión primera –ese momento único, que cada uno recuerda en el que se advierte claramente todo lo que el Señor nos pide- es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal y pedir perdón” . Precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la formación permanente: ésta es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios . Podemos afirmar que la formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio.


2 Cf. JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis, n. 3 BENEDICTO XVI, Homilía Jueves Santo – Santa Misa Crismal, Basílica de San Pedro 13.IV.2006.
4 CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 1585.
5 Cf. JUAN PABLO II, Ex. apost. Pastores dabo vobis, n.
6 Cf. JUAN PABLO II, Enc. Veritatis splendor, n. 66-67.

El Señor nos pide- es importante; pero más importantes aún, y más difíciles, son las sucesivas conversiones. Y para facilitar la labor de la gracia divina con estas conversiones sucesivas, hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal y pedir perdón” . Precisamente en esta perspectiva emerge el significado de la formación permanente: ésta es necesaria para discernir y seguir esta continua llamada o voluntad de Dios . Podemos afirmar que la formación permanente es expresión y exigencia de la fidelidad del sacerdote a su ministerio.

Al mismo tiempo el encuentro con Cristo, como señala BENEDICTO XVI, implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo. Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73 [72], 23-28) .

Estas palabras dirigidas a todo cristiano podemos aplicarlas muy especialmente al sacerdote. “Ya no os llamo siervos, sino amigos”. Este es el significado profundo del ser sacerdote: llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él .

Por todo lo dicho hasta el momento resulta lógico que la razón que muestra la necesidad de la formación permanente y, al mismo tiempo, descubra su naturaleza profunda, sea: la “fidelidad” al ministerio sacerdotal y la necesidad de un “proceso de continua conversión”. La formación permanente debe facilitar regresar siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio y “como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el misterio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la salvación del género humano” . Cada uno de nosotros puede repetir “hemos creído en el amor de Dios”: ésta es la opción fundamental de nuestra vida. Todo cristiano, todo sacerdote, no comienza a ser por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un horizonte nuevo a la vida y, con ello, una orientación decisiva .


7 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, “La conversión de los hijos de Dios” en Es Cristo que pasa, n. 57.
8 Cf. JUAN PABLO II, Ex. apost. Pastores dabo vobis, n. 70.
9 BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 17.
10 BENEDICTO XVI, Homilía Jueves Santo – Santa Misa Crismal, Basílica de San Pedro 13.IV.2006.
11BENEDICTO XVI, Discurso a los presbíteros y diáconos de la Diócesis de Roma, 13.V.2005.
12 Cf. BENEDICTO XVI, Enc. Deus caristas est, n. 1./p>

La formación permanente debe pues tener en cuenta que “ciertamente hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo.
Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo. . Pero ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben también «adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida…

Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar, y así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas” .

En la actual cultura de sincretismo religioso, de difusión de las sectas y de una religiosidad supersticiosa y sentimental no anclada en la verdad de Cristo vemos como “a menudo la religión se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero esta religión buscada a la “medida de cada uno” a la postre no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos abandona a nuestra suerte” . Sin olvidar que, en ocasiones, en esta misma cultura actual no solo nos encontramos ante un rechazo de lo sagrado en cuanto tal y de su consiguiente reducción a lo profano. Se va más lejos, pues se proclama la negación de un Dios personal y trascendente, de un Dios encarnado y presente en la historia y en la humanidad.

Es como si nos dijeran: Dios no nos interpela personalmente ni a través de los hombres, porque su existencia es un mito. Cristo no es el fundamento de la verdad, sino que se trata de un sugestivo pensador que pertenece irremediablemente al pasado. Por tanto, no se puede reivindicar que el Verbo sea contemporáneo al hombre de todos los tiempos.

Si como consecuencia de estas ideas que hemos apenas bosquejado se ofuscase la naturaleza del ministerio sacerdotal y, en consecuencia, se buscaran formas de inserción en la sociedad del nuevo milenio poco apropiadas a la naturaleza del sacerdocio ministerial, o que no estuvieran de modo adecuado fundadas en tal naturaleza, todo eso equivaldría a sustraer al pueblo de Dios y al mundo entero aquella particular presencia de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor de su Iglesia, que se da a través de la persona del sacerdote.

Han pasado quince años desde la publicación de la Exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis, en la cual JUAN PABLO II recogía y ofrecía a la Iglesia universal el fruto del trabajo de la VIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, precisamente sobre el tema de “La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales”. Dos fueron los aspectos que, a ese propósito, el Papa quiso poner de relieve y que se presentan de modo tremendamente actual: la necesidad de sacerdotes santos y la consiguiente formación apostólica y misionera del presbítero. Se subrayaba así el carácter sobrenatural y sagrado del sacerdocio: naturaleza y misión del sacerdote resultan incomprensibles sin la fe.


13 JUAN PABLO II, Ex. apost. Pastores dabo vobis, n. 5.
14 BENEDICTO XVI, Homilia Misa clausura XX Jornada Mundial de la Juventud, Colonia 21.VIII.2005.

Como recordábamos antes aquel “ven y sígueme” de Cristo que recibió la respuesta generosa y completa del sacerdote el día de su ordenación, debe ser renovada cada día por amor. La formación permanente debe crear las condiciones favorables a esta fidelidad fruto del amor constantemente renovado. Es de fundamental importancia que cada uno de los sacerdotes volvamos a descubrir cada día la necesidad absoluta de nuestra santidad. Esta finalidad se concreta en la búsqueda de una profunda unidad de vida que nos conduzca a tratar de ser, de vivir y de servir en Cristo, revistiéndonos de sus mismos sentimientos, en medio de las circunstancias de la vida.

2. Ambiente: Pan y Palabra (Eucaristía y oración)

“Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado. Y les dice:
– Venid vosotros solos a un lugar apartado y descansad un poco.
Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer. Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos” (Mc 6, 30-32)

Como no ver en estas palabras del Evangelio de san Marcos la necesidad de un tiempo especialmente dedicado a estar con el Señor por parte de aquellos que le siguen más de cerca. El papa JUAN PABLO II recordaba como “es un hecho indiscutible que, a pesar de la secularización, en nuestro tiempo está emergiendo, de diversas formas, una renovada necesidad de espiritualidad. Esto demuestra que en lo más íntimo del hombre no se puede apagar la sed de Dios. Existen interrogantes que únicamente encuentran respuesta en un contacto personal con Cristo. Sólo en la intimidad con él cada existencia cobra sentido, y puede llegar a experimentar la alegría que hizo exclamar a Pedro en el monte de la Transfiguración: “Maestro, ¡qué bien se está aquí!” (Lc 9, 33)” .

También el sacerdote experimenta esta necesidad y la formación permanente constituye un momento privilegiado para mirar de nuevo y dejarnos mirar con calma por el Maestro y ser así capaz de hacérselo ver a los demás: estar con él y estar disponible para la misión.

Efectivamente cada sacerdote comprueba y querría sentir con mayor fuerza cada día la “santa inquietud” que le anime, la inquietud por llevar a todos el don de la fe, por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En verdad, el amor, la amistad de Dios nos ha sido dada para que llegue también a los otros. Hemos recibido la fe para donarla a los otros; somos sacerdotes para servir a los otros. Y debemos llevar un fruto que permanezca .

El sacerdote se da cuenta de que “los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo « hablar » de Cristo, sino en cierto modo hacérselo « ver ». ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio? Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro” .

Es en el rostro de Cristo en el que deben fijarse los ojos de la fe y del amor de los cristianos si quieren hacerse eco y ser portavoces de una sola “Palabra”, que es el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.

15 JUAN PABLO II, Carta apost. Spiritus et Sponsa, n. 11
16 Cf. Card. J. RATZINGER, Homilía al inicio del Cónclave, 18.IV.2005.
17 JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millenio ineunte, n.

“Precisamente a partir de esta «contemplación» y en relación con ella, el Sínodo de 1990 reflexionó sobre el problema de la formación de los sacerdotes en la situación actual. Este problema –sigue diciendo JUAN PABLO II- sólo puede encontrar respuesta partiendo de una reflexión previa sobre la meta a la que está dirigido el proceso formativo, es decir, el sacerdocio ministerial como participación en la Iglesia del sacerdocio mismo de Jesucristo. El conocimiento de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el presupuesto irrenunciable, y al mismo tiempo la guía más segura y el estímulo más incisivo, para desarrollar en la Iglesia la acción pastoral de promoción y discernimiento de las vocaciones sacerdotales, y la de formación de los llamados al ministerio ordenado. El conocimiento recto y profundo de la naturaleza y misión del sacerdocio ministerial es el camino que es preciso seguir, y que el Sínodo ha seguido de hecho, para salir de la crisis sobre la identidad sacerdotal” .

En algunos lugares se puede decir que “ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a tantos sacerdotes; pero están aún muy presentes las causas de “desierto espiritual” que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguientemente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no temer que puedan acechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor” .

“La formación permanente debe ayudar al sacerdote a conservar y desarrollar en la fe la conciencia de la verdad entera y sorprendente de su propio ser, pues él es “ministro de Cristo y administrador de los misterios de Dios” (cf. 1Cor 4, 1) San Pablo pide expresamente a los cristianos que lo consideren según esta identidad; pero él mismo es el primero en ser consciente del don sublime recibido del Señor. Así debe ser para todo sacerdote si quiere permanecer en la verdad de su ser. Pero esto es posible sólo en la fe, sólo con la mirada y los ojos de Cristo. En este sentido, se puede decir que la formación permanente tiende, desde luego, a hacer que el sacerdote sea una persona profundamente creyente y lo sea cada vez más; que pueda verse con los ojos de Cristo en su verdad completa” .

Un papel importante en este proceso de fidelidad al ministerio sacerdotal y conversión continua -que lleva a cabo la formación permanente- lo desempeña “la experiencia del silencio. Resulta necesario “para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia” (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 202). En una sociedad que vive de manera cada vez más frenética, a menudo aturdida por ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casualidad que, también más allá del culto cristiano, se difunden prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por qué no emprender, con audacia pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, el cual “salió de casa y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1, 35)” .

También nosotros necesitamos retirarnos a ese “monte”, el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres. El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El

18 JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis, n. 11.
19 BENEDICTO XVI, Discurso a los presbíteros y diáconos de la Diócesis de Roma, 13.V.2005.
20 JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis, n. 73.
21 JUAN PABLO II, Exh. apost. Spiritus et sponsa, n. 12.

tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida . “Ha llegado el momento de reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo” .

Como recordaba JUAN PABLO II , “las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta añade el Concilio « brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero » . Se entiende, pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, « la cual, aunque no puedan estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia » ”.

De todo lo que venimos diciendo resulta lógico deducir que en ese tiempo dedicado de modo más exclusivo a la formación, tiempo que busca que el sacerdote ponga los ojos en Cristo para aprender de Él y avanzar -con la ayuda de la gracia- en el proceso de identificación con Él, tendrá un puesto especialmente privilegiado la oración y la Eucaristía. En la formación permante como en toda la vida cristiana “no se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero diálogo y una comunicación eficaz” .

“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. No cabe duda que estas palabras, que inician la encíclica Deus caritas est, sitúan de nuevo la formación permante del clero en ese camino de fidelidad y conversión, camino de amor. “Debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración”. Como sacerdotes hemos de procurar tener siempre presente que “Quien reza no desperdicia su tiempo, aunque todo haga pensar en una situación de emergencia y parezca impulsar sólo a la acción” .


22 BENEDICTO XVI, Homilía Jueves Santo – Santa Misa Crismal, Basílica de San Pedro 13.IV.2006.
23 BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 37.
24 JUAN PABLO II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 31
25 Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros 14.
26 Ibíd., 13; cf. Código de Derecho Canónico, can. 904; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 378.
27 JUAN PABLO II, Exh. apost. Novo millenio ineunte, n.
28 BENEDICTO XVI, Enc. Deus caritas est, n. 36.

Acompañando a la oración encontramos a la Eucaristía que debe constituir el centro de esos tiempos de formación permanente. En primer lugar en la celebración eucarística “nos encontramos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo. La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra .

Y junto a la celebración, y como prolongándola en el tiempo, la adoración eucarística fuera de la Misa debe contar con un espacio privilegiado. “De hecho, como recordaba BENEDICTO XVI, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros” .

En esos tiempos de formación más intensa es lógico que para el sacerdote la presencia de Jesús en el tabernáculo sea como un polo de atracción. Enamorado cada vez más de Él, será capaz de estar largo tiempo como escuchando su voz y sintiendo los latidos de su corazón. «¡Gustad y ved qué bueno es el Señor¡» (Sal 33 [34],9) .

La “fidelidad” al ministerio sacerdotal y el “proceso de continua conversión” al que cada sacerdote es llamado en su camino de identificación con Cristo son frutos que produce la formación permanente pues nos obliga a pararnos para mirar a Cristo que se hace el encontradizo en el Pan –la Eucaristía- y la Palabra –Escritura y oración: lectio divina-.


29 BENEDICTO XVI, Homilía ordenación sacerdotal, Basílica de San Pedro 7.V.2006.
30 BENEDICTO XVI, Discurso a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados superiores de la Curia Romana, 22.XII.2005.
31 Cf. JUAN PABLO II, Carta apost. Mane nobiscum Domine, n. 18.

3. Ambiente: fraternidad sacerdotal

“Mientras ellos estaban hablando de estas cosas, Jesús se puso en medio y les dijo:
– La paz esté con vosotros.
Se llenaron de espanto y de miedo, pensando que veían un espíritu. Y les dijo:
– ¿Por qué os asustáis, y por qué admitís esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad
mis manos y mis pies: soy yo mismo. Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo.
Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Como no acababan de creer por la alegría y estaban llenos de admiración, les dijo:
– ¿Tenéis aquí algo que comer?
Entonces ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Y lo tomó y se lo comió delante de ellos.
Y les dijo:
– Esto es lo que os decía cuando aún estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profestas y en los Salmos acerca de mí.
Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras” (Lc 24, 36-45)

 

Este pasaje del evangelio de san Lucas unido a aquél de san Marcos con el que iniciábamos estas páginas sobre la formación permanente del clero nos permiten enmarcar y describir el ambiente en el que estar formación debe desarrollarse: un ambiente presidido por la fraternidad sacerdotal.

A los sacerdotes les une, en Cristo, la común ordenación, por la que cada uno es configurado con Jesucristo Sacerdote, de modo que puede actuar in persona Christi Capitis . Y, radicada en esa común condición ontológica, les une también la común misión recibida para la edificación del Cuerpo de Cristo . Encontramos de nuevo aquel: estar con él y estar disponible para la misión.De ahí que –así lo enseña el Concilio Vaticano II-, los sacerdotes están unidos “en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad” .

La participación en el único sacerdocio de Cristo y en su única misión salvadora constituye pues, el fundamento de la “íntima fraternidad sacramental” según la fórmula del Decreto conciliar Presbyterorum ordinis que acabamos de leer. Esta unidad del presbiterio en el único sacerdocio de Cristo se hace especialmente patente en el gesto de imposición de manos de los presbíteros asistentes en el rito de ordenación y cuando “concelebran la sagrada Eucaristía unidos de corazón” .


32CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2
Cf. Ef 5, 12.
33 CONCILIO VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 28.
34 CONCILIO VATICANO II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 8

La fraternidad sacerdotal, de origen trinitario, tiene ya en el ministerio público de Cristo, su inmediata preparación. Cristo, en efecto, llama a los Doce a su seguimiento y los une a él de modo estable y permanente incorporándolos a su persona y a su misión. La fórmula que recoge san Marcos, en el texto que citábamos en la primera parte, “constituyó Doce” (fecit duodecim) indica que Cristo constituye el grupo apostólico como tal en un acto único de su voluntad que viene precedido por su llamada .

La dedicación que Cristo prestó al grupo de los Doce indica la importancia que como germen y fundamento de la Iglesia tenía en sus planes salvíficos. Les enseñó a orar; les formó para su condición de apóstoles que recibirían después de la resurrección; les envió a predicar y sanar con autoridad sobre los poderes del Maligno anunciando con estos signos que el Reino de Dios se hacía presente, y todo ello en una dependencia estrecha con él única fuente de verdad y de vida. Ya en su ministerio, Jesús “envió a sus discípulos de dos en dos, es decir, con una mentalidad de comunión. Les enseña, además, la relación mutua que deben mantener entre ellos, donde el servicio, la búsqueda del último puesto, el rechazo de toda vana competencia y rivalidad y la huida de actitudes de dominio deben ser las notas distintivas. El fundamento de todas estas exhortaciones no es otro que el estilo mismo del Señor, el magisterio de su propia vida. Jesús de propone a sí mismo como ejemplo a imitar, él “que no ha venido a ser servido, sino a servir” ; que siendo el Señor que preside la mesa, “está en medio de ellos como quien sirve” ; finalmente, el que, llamado por los suyos Maestro y Señor, lava los pies de los discípulos y les ordena que hagan lo mismo unos con otros .

Resulta evidente que esta pedagogía de Cristo tiene como única finalidad incorporar a sus mismos sentimientos y actitudes a quienes le han de representar como ministros suyos, en la plenitud del sacerdocio ministerial como Obispos, y en el orden de los presbíteros, “diligentes cooperadores” suyos. El seguimiento de Jesús, como veíamos en la primera parte, se convierte así en una escuela que conduce a la transformación en él. JUAN PABLO II comentando la frase de san Marcos –“para que estuvieran con Él”- dirá que puede ser comprendida como una referencia al “acompañamiento vocacional de los apóstoles por parte de Jesús” . Jesús les pide y dedica un “tiempo de formación, destinado a desarrollar una relación de comunión y de amistad profundas con Él” , comunión y amistad que deben hacerse extensibles a todos ellos, según enseña Cristo con su mandamiento nuevo.

De ahí que podamos decir en primer lugar que Jesucristo es el Amor del sacerdote; es Él quien ha entrado en su alma y le ha hecho escuchar su llamada: “Yo te he redimido, y te he llamado por tu nombre: ¡tú eres mío!” . La entrega total al amor de Cristo, especialmente manifestada en el celibato, capacita al sacerdote, afectiva y efectivamente, a tener el corazón


36 “Con la formación del grupo de los doce, Jesús se presenta como la cabeza de un nuevo Israel; como su origen y fundamento se escogen doce discípulos. No se podía expresar con mayor claridad el nacimiento de un pueblo, que ahora no se forma ya por descendencia física, sino a través del don de estar con Jesús, recibido de los doce que son enviados a transmitirlo. Aquí es ya posible reconocer también el tema de la unidad y de la multiplicidad donde, en la indivisible comunidad de los doce, que solo en cuanto tales realizan su simbolismo –su misión-, domina ciertamente el punto de vista del nuevo pueblo en su unidad” (J. RATZINGER, La Iglesia. Una comunidad siempre en camino, (Biblioteca de Teología, 15), Madrid 1992, p. 14)

37 Mc 10, 45.
38 Lc 22, 27.
39 Cf. Jn 13, 14.
40 JUAN PABLO II, Exh. apost. Pastores dabo vobis, n. 42.
41 Id.
42 Is 43, 1.