Benedicto XVI se encontró en el Aula Pablo VI con más de 7.000 niños de la Obra de la Infancia Misionera procedentes de todo el mundo y respondió a las preguntas de tres de ellos.
Una niña de doce años preguntó al Santo Padre si pensaba que algún día las diversas culturas podrían vivir sin litigar en nombre de Jesús.
El Papa respondió recordando que su familia se había trasladado al pueblo donde estaba su escuela hacía poco tiempo. En el pueblo, de 400 habitantes, vivían agricultores ricos, gente de clase media y personas con pocos recursos. Por lo tanto, en el colegio del Papa “se reflejaban realidades sociales muy distintas, pero a pesar de ello había una hermosa comunión entre nosotros”, dijo Benedicto XVI. “Nos ayudábamos y, naturalmente, alguna que otra vez nos enfadábamos, pero después nos reconciliábamos y se nos olvidaba lo que había pasado. Me parece importante. A veces en la vida humana parece inevitable discutir; pero lo que es importante es el arte de reconciliarse, perdonar, recomenzar y no tener amargura en el alma.”
“También aprendimos a conocer la Biblia, empezando por la Creación hasta el sacrificio de Jesús en la Cruz, y llegando a los principios de la Iglesia. Juntos aprendimos el catecismo, a rezar, a prepararnos para la primera confesión y la primera comunión: aquel fue un día espléndido. Entendimos que Jesús mismo viene a nosotros y que no es un Dios lejano: entra en la propia vida, en la propia alma”. El Papa recordó que la primera comunión, “como encuentro concreto con Jesús que viene a mi y a todos, fue un factor que contribuyó a formar nuestra comunidad”.
“Encontramos -rememoró el Santo Padre- la capacidad de vivir juntos, de ser amigos y aunque desde 1937 (…) no haya vuelto a aquel pueblo hemos seguido siendo amigos. Por lo tanto aprendimos a aceptarnos y a portar el peso unos de otros. (…) A pesar de nuestras debilidades nos aceptamos y con Jesucristo, con la Iglesia, encontramos juntos el camino de la paz y aprendemos a vivir”.
La segunda pregunta fue si Benedicto XVI pensó alguna vez que sería Papa.
“A decir verdad -respondió- nunca pensé ser Papa, porque como os he dicho fui un chico bastante ingenuo que vivía en un pueblo lejos de los grandes centros. (…) Naturalmente conocíamos, venerábamos y amábamos al Papa, que era Pío XI, pero para nosotros estaba a una altura inalcanzable; era casi otro mundo: sí, era nuestro padre, pero al mismo tiempo era una realidad muy superior a la nuestra. Tengo que deciros que todavía hoy me resulta difícil entender porqué el Señor pensó en mí y me destinó a este ministerio. Pero lo acepto de sus manos, aunque sea algo sorprendente y me parece superior a mis fuerzas. Pero el Señor me ayuda”.
“¿Cómo podemos ayudarte a anunciar el Evangelio?”, fue la última pregunta.
El Santo Padre contestó que los niños de la Infancia Misionera formaban ya “parte de una gran familia que difunde el Evangelio en el mundo” y les señaló el programa que ya llevan a cabo: “escuchar, rezar, conocer, compartir, ser solidarios”.
“Rezar -explicó- es muy importante (…) porque hace presente la fuerza de Dios. (…) Escuchar, es decir, aprender realmente lo que nos dice Jesús. Conocer la Sagrada Escritura, la Biblia. En la historia de Jesús aprendemos cómo es el rostro de Dios. (…) Compartir es no querer las cosas solo para uno mismo, sino para todos, dividirlas con los demás (…) en nuestro mundo pequeño, que forma parte del mundo más grande. Así nos convertimos en una gran familia, donde unos respetan a los otros y respetan a los demás en su diversidad “.
“Todo esto -concluyó- significa, sencillamente, vivir en esta gran familia de la Iglesia, en esta gran familia misionera. Vivir los puntos claves como la división, el conocimiento de Jesús, la oración, la escucha recíproca y la solidaridad es una obra misionera porque ayuda a que el Evangelio sea una realidad en nuestro mundo”.