El conflicto mapuche en el sur del país ha vuelto a reabrir, una vez más, un debate que se ha extendido por aproximadamente cinco siglos, desde que Francisco de Vitoria y la Escuela de Salamanca, después de escuchar los insistentes reclamos del Padre Bartolomé de Las Casas, elaboraran criterios para definir con precisión la legitimidad de los títulos de la corona española para conquistar y colonizar los territorios americanos, que no estaban deshabitados, sino poblados por culturas originarias desarrolladas durante varios siglos. En lo sustancial, la tesis de Vitoria, recogida expresamente por S.S. Juan Pablo II en su discurso ante la ONU en 1995, reconoce la soberanía cultural de cada pueblo, puesto que todos los hombres nacen igualmente libres y tienen la dignidad de haber sido creados a imagen de Dios. Esto implica también el derecho a mantener y desarrollar su lengua, sus tradiciones y costumbres, en tanto no contradigan la ley natural, y a que se respete su libertad de conciencia, particularmente en materias religiosas. Así, según la tesis de Vitoria, no podían ser coaccionados para convertirse al cristianismo contra su voluntad, ni menos castigados o sancionados por negarse a la conversión. Estos mismos criterios eran aplicables a todas las personas que no siendo parte de los pueblos originarios nacían en territorio americano, de modo tal que a indios, criollos y mestizos debía aplicárseles la misma concepción natural de lo humano con todos los derechos asociados a ella.
No es ésta la ocasión de hacer un recorrido histórico por el pasado para verificar en cada caso el grado de cumplimiento o violación de los derechos de los pueblos así reconocidos. Con la perspectiva de los cinco siglos transcurridos y desde el horizonte de la sociología, quisiera llamar la atención de que las tesis de la Escuela de Salamanca pusieron, a escala mundial, la simiente del proceso que hoy llamamos de “globalización”, en virtud del cual, el destino de los diferentes pueblos de la tierra y de sus culturas ha quedado totalmente interrelacionado, sobre la base del reconocimiento de la soberanía cultural de cada nación y el común respeto a los derechos humanos esenciales de las personas. La afirmación de que todos los seres humanos nacen iguales en dignidad y derechos ha sido una conquista de la civilización, sin la cual resultaría inconcebible el nivel actualmente alcanzado en los intercambios de bienes y servicios entre las naciones. Sabemos que el precio pagado por la humanidad para llegar a esta situación ha sido muy alto, incluyendo en este siglo las devastadoras dos guerras mundiales. No fue fácil tampoco superar la esclavitud ni la colonización forzada, sea por motivos económicos o políticos. Sin embargo, nadie puede ya invocar razones morales o jurídicas para justificar la discriminación entre los pueblos o la superioridad de algunas etnias sobre otras. El mestizaje americano, aunque de diverso tipo en el norte y en el sur, dio un sustento social real al progresivo reconocimiento de la igualdad esencial de todos los hombres y pueblos en relación a su dignidad y derechos.
Junto con el proceso de globalización aquí descrito, estos últimos cinco siglos han cambiado muy sustancialmente la organización internacional del trabajo y la interdependencia vinculada a ella. El uso sistemático del conocimiento para el mejoramiento de la eficiencia en el diseño, producción y distribución de bienes, la incorporación del ámbito de los servicios a los bienes transables y la extensión progresiva de la contabilidad monetaria a todas las áreas del intercambio son fenómenos que han hecho que la globalización no se genere por homogeneización y simplificación, sino por el constante incremento o “agregación de valor” al intercambio de bienes, lo que ha significado una verdadera revolución en la administración social del tiempo, que se desliga cada vez más de los ciclos naturales regulares para dar valor a la contingencia y a la oportunidad. A la tradicional exigencia de “calidad” que cada cultura ha definido siempre para sus bienes materiales o espirituales y que es inseparable de sus formas de autoconciencia, se agrega ahora, en virtud de la multiplicación de los intercambios, la exigencia de su oportunidad, de tal modo que el tiempo mismo ha pasado a ser uno de los bienes más escasos y la velocidad de la obsolescencia de todos los bienes, uno de los factores más determinantes para la exigencia de una constante superación en el diseño, producción y distribución de bienes. Se suele decir, con razón, que la historia se ha acelerado. Pero no se trata de un fenómeno natural o externo a las formas de organización de la sociedad, sino al hecho mismo de que ella es capaz de valorar ahora el costo y el beneficio de la oportunidad, dándole valor presente al futuro y previendo y evaluando los riesgos asociados a las expectativas de conducta. Este proceso ha afectado, de modo variable, a todas las culturas del planeta, obligándolas a encontrar un no siempre logrado equilibrio entre el valor del instante, del presente, y la mantención de los equilibrios del mediano y largo plazo, es decir, del valor ecológico.
Éste es, según me parece, el real contexto en que debe plantearse el conflicto de los pueblos originarios de América con las respectivas sociedades en que se encuentran insertos; conflicto que, por su parte, no es demasiado distinto que el que deben resolver las propias sociedades nacionales en relación al contexto internacional de la modernización y la globalización. En uno y otro caso está en juego, por una parte, la continuidad del patrimonio cultural de las naciones, de la lengua, las costumbres, las creencias religiosas, en una palabra, del derecho a tener una identidad propia que exprese la soberanía cultural de todo sujeto en cuanto sujeto. Por otra, está en juego también la integración efectiva de los pueblos en el marco de la división internacional del trabajo, única forma existente para la participación en los beneficios de un desarrollo económico, social y cultural cada vez más interdependiente. Sacrificar un aspecto del problema para reivindicar el otro no podría tener sino trágicas consecuencias. Petrificar la identidad de los pueblos originarios en el contexto de condiciones de vida que el tiempo ha vuelto menos aptas, para agregar valor a los productos de su trabajo, sería tan inconducente como renunciar a la soberanía cultural heredada de sus antepasados y que da sentido y significación a su presente y a su futuro. ¿Pero no es éste acaso el dilema que deben resolver todos los pueblos, cualquiera sea el ámbito en que definan efectivamente sus criterios de pertenencia a un patrimonio cultural heredado de sus antepasados (étnico, lingüístico, religioso, territorial, costumbrista, etc.)?
Sin ánimo de exhaustividad, quisiera detenerme a continuación en el análisis de algunos aspectos sustantivos de la cultura de los pueblos originarios que inciden fuertemente en la resolución adecuada del dilema antes descrito.
1) La Lengua
2) La Religión
3) La organizacion social y productiva
Texto de Pedro Morandé Court, Revista Humanitas 17