Benedicto XVI dedicó la catequesis de la audiencia general de los miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI, a San Francisco de Asís (1181 u 82-1226), un “auténtico gigante de la santidad que sigue fascinando a tanta gente de toda edad y de diferentes credos religiosos”.
Francisco, explicó el Papa, pertenecía a una rica familia y transcurrió una juventud azarosa. A los veinte años tomó parte en una campaña militar y fue hecho prisionero. A su regreso a Asís comenzó un proceso de conversión espiritual que le llevó a abandonar gradualmente su estilo de vida mundano. En la ermita de San Damiano, Francisco tuvo una visión en la que Cristo, desde el crucifijo, le hablaba invitándole a reparar su Iglesia.
Esa invitación “reviste un simbolismo profundo” porque el estado ruinoso de la ermita, representa también “la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquella época, con una fe superficial que no forma ni transforma la vida, un clero poco entregado a su tarea. (…) Una descomposición interior de la Iglesia, de su unidad, debido al auge de movimientos heréticos. Y sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo que habla y llama a la renovación, llama a Francisco”.
El Santo Padre habló también de la coincidencia entre ese acontecimiento y el sueño del Papa Inocencio III en el mismo año, 1207, cuando el pontífice soñó cómo se derrumbaba la basílica de San Juan de Letrán, y un fraile “pequeño y miserable” la apuntalaba para impedir su caída. El Papa reconocerá en el fraile a San Francisco, que fue a verlo a Roma dos años más tarde.
“Inocencio III -comentó Benedicto XVI- era un papa potente, de gran cultura teológica y también de poder político, pero no es él quien renueva la Iglesia. Es el fraile “pequeño y miserable”, es Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es importante saber que Francisco no renueva la Iglesia sin o contra el Papa, sino en comunión con el Papa. Las dos realidades van juntas: el sucesor de Pedro, los obispos y la Iglesia fundada en la sucesión de los apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu crea en aquel momento para renovar la Iglesia”.
Después de renunciar a la herencia paterna en 1208, el santo decidió vivir en la pobreza y dedicarse a la predicación, y un año más tarde, acompañado de sus primeros seguidores, viajó a Roma para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana.
Hablando de la diatriba entre el Francisco de la tradición y el Francisco que algunos definen histórico, el Papa subrayó que es cierto que el santo “quería seguir la Palabra de Cristo, sin glosa, (…) en toda su radicalidad y verdad”, pero “también es verdad que sabía que Cristo no es nunca solo mío sino siempre nuestro, (…) que yo no puedo reconstruir Su voluntad y Su Palabra contra la Iglesia”.
Asimismo es verdad que Francisco, al principio “no quería crear una nueva orden”, con los procedimientos canónicos necesarios, pero “entendió con sufrimiento y dolor que todo debe tener su orden y que el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación, y así se insertó (…) de todo corazón en la comunión de la Iglesia con el Papa y los obispos”.
Tras mencionar la incorporación de Santa Clara a la escuela de Francisco y elogiar los frutos que la Segunda Orden franciscana, el de las Clarisas, ha dado a la Iglesia, Benedicto XVI habló del viaje del santo en 1219 a Egipto para entrevistarse con el sultán Melek-el Kamel y poder predicar allí también el Evangelio de Jesús. “En una época caracterizada por un fuerte enfrentamiento entre Cristianismo e Islam -dijo- Francisco, armado sólo de su fe y de su mansedumbre, recorrió con eficacia los caminos del diálogo. (…) Es un modelo en que tendrían que inspirarse hoy también las relaciones entre cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la comprensión mutua”.
También se refirió el Papa a la posible estancia de Francisco en Tierra Santa, y subrayó que sus hijos espirituales hicieron de los Santos Lugares un ámbito privilegiado de su misión. “Pienso con gratitud -añadió- en los grandes méritos de la Custodia franciscana de Tierra Santa”.
Francisco, que murió en 1226, “tendido en la tierra desnuda” de la Porciúncula, “representa un “alter Christus” porque “efectivamente su ideal era ser como Jesús, (…) imitar sus virtudes. En particular, quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior enseñándola también a sus hijos espirituales. (…) El testimonio de Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con dedicación y libertad total, sigue siendo también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior, para crecer en la confianza en Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y un despego de los bienes materiales”.
El Santo Padre subrayó que en el Pobrecillo de Asís, “el amor por Cristo se expresó especialmente en la adoración al Santísimo Sacramento”, y recordó que el santo admiraba a los sacerdotes “porque habían recibido el don de consagrar la Eucaristía”. “No olvidemos nunca esta enseñanza -dijo el Papa dirigiéndose a sus hermanos en el sacerdocio-. La santidad de la Eucaristía nos exige ser puros y vivir de forma coherente con el Misterio que celebramos”.
Otra característica de la espiritualidad del santo es “el sentido de la fraternidad universal y el amor por la creación que le inspiró el célebre “Cántico de las Criaturas”. Un mensaje muy actual porque (…) solo es sostenible un desarrollo que respete la creación y no perjudique el ambiente” y “también la construcción de una paz sólida está ligada al respeto de lo creado. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la sabiduría y la benevolencia del Creador”.
El Santo Padre concluyó recordando que Francisco fue “un gran santo y un hombre alegre. (…) Efectivamente, entre la santidad y la alegría hay una relación íntima e indisoluble. Un escritor francés dijo que en el mundo sólo hay una tristeza: la de no ser santos”.