Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos ordenandos;
queridos hermanos y hermanas:
Como obispo de esta diócesis me alegra particularmente acoger en el presbyterium romano a catorce nuevos sacerdotes. Junto con el cardenal vicario, los obispos auxiliares y todos los presbíteros, doy las gracias al Señor por el don de estos nuevos pastores del pueblo de Dios. Quiero dirigiros un saludo particular a vosotros, queridos ordenandos: hoy estáis en el centro de la atención del pueblo de Dios, un pueblos simbólicamente representado por la gente que llena esta basílica vaticana: la llena de oración y de cantos, de afecto sincero y profundo, de auténtica conmoción, de alegría humana y espiritual. En este pueblo de Dios ocupan un lugar especial vuestros padres y familiares, vuestros amigos y compañeros, vuestros superiores y formadores del seminario, las distintas comunidades parroquiales y las diferentes realidades de la Iglesia de las que procedéis y que os han acompañado en vuestro camino, y a las que vosotros mismos ya habéis servido pastoralmente. Sin olvidar la singular cercanía, en este momento, de numerosísimas personas, humildes y sencillas pero grandes ante Dios, como por ejemplo las monjas de clausura, los niños y los enfermos. Os acompañan con el don preciosísimo de su oración, de su inocencia y de su sufrimiento.
Por tanto, toda la Iglesia de Roma hoy da gracias a Dios y reza por vosotros, pone gran confianza y esperanza en vuestro futuro, y espera frutos abundantes de santidad y de bien de vuestro ministerio sacerdotal. Sí, la Iglesia cuenta con vosotros, cuenta muchísimo con vosotros. La Iglesia os necesita a cada uno, consciente como es de los dones que Dios os ofrece y, al mismo tiempo, de la absoluta necesidad del corazón de todo hombre de encontrarse con Cristo, salvador único y universal del mundo, para recibir de él la vida nueva y eterna, la verdadera libertad y la alegría plena. Así pues, todos nos sentimos invitados a entrar en el «misterio», en el acontecimiento de gracia que se está realizando en vuestro corazón con la ordenación presbiteral, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios que se ha proclamado.
El Evangelio que hemos escuchado nos presenta un momento significativo del camino de Jesús, en el que pregunta a los discípulos qué piensa la gente de él y cómo lo consideran ellos mismos. Pedro responde en nombre de los Doce con una confesión de fe que se diferencia de forma sustancial de la opinión que la gente tiene sobre Jesús; él, en efecto, afirma: «Tú eres el Cristo de Dios» (cf. Lc 9, 20). ¿De dónde nace este acto de fe? Si vamos al inicio del pasaje evangélico, constatamos que la confesión de Pedro está vinculada a un momento de oración: «Jesús oraba a solas y sus discípulos estaban con él» (Lc 9, 18). Es decir, los discípulos son incluidos en el ser y hablar absolutamente único de Jesús con el Padre. Y de este modo se les concede ver al Maestro en lo íntimo de su condición de Hijo, se les concede ver lo que otros no ven; del «ser con él», del «estar con él» en oración, deriva un conocimiento que va más allá de las opiniones de la gente, alcanzando la identidad profunda de Jesús, la verdad. Aquí se nos da una indicación bien precisa para la vida y la misión del sacerdote: en la oración está llamado a redescubrir el rostro siempre nuevo del Señor y el contenido más auténtico de su misión. Solamente quien tiene una relación íntima con el Señor es aferrado por él, puede llevarlo a los demás, puede ser enviado. Se trata de un «permanecer con él» que debe acompañar siempre el ejercicio del ministerio sacerdotal; debe ser su parte central, también y sobre todo en los momentos difíciles, cuando parece que las «cosas que hay que hacer» deben tener la prioridad. Donde estemos, en cualquier cosa que hagamos, debemos «permanecer siempre con él».
Quiero subrayar un segundo elemento del Evangelio de hoy. Inmediatamente después de la confesión de Pedro, Jesús anuncia su pasión y resurrección, y tras este anuncio imparte una enseñanza relativa al camino de los discípulos, que consiste en seguirlo a él, el Crucificado, seguirlo por la senda de la cruz. Y añade después -con una expresión paradójica- que ser discípulo significa «perderse a sí mismo», pero para volverse a encontrar plenamente a sí mismo (cf. Lc 9, 22-24). ¿Qué significa esto para cada cristiano, pero sobre todo qué significa para un sacerdote? El seguimiento, pero podríamos tranquilamente decir: el sacerdocio jamás puede representar un modo para alcanzar la seguridad en la vida o para conquistar una posición social. El que aspira al sacerdocio para aumentar su prestigio personal y su poder entiende mal en su raíz el sentido de este ministerio. Quien quiere sobre todo realizar una ambición propia, alcanzar el éxito personal, siempre será esclavo de sí mismo y de la opinión pública. Para ser tenido en consideración deberá adular; deberá decir lo que agrada a la gente; deberá adaptarse al cambio de las modas y de las opiniones y, así, se privará de la relación vital con la verdad, reduciéndose a condenar mañana aquello que había alabado hoy. Un hombre que plantee así su vida, un sacerdote que vea de esta forma su ministerio, no ama verdaderamente a Dios y a los demás; sólo se ama a sí mismo y, paradójicamente, termina por perderse a sí mismo. El sacerdocio -recordémoslo siempre- se funda en la valentía de decir sí a otra voluntad, con la conciencia, que debe crecer cada día, de que precisamente conformándose a la voluntad de Dios, «inmersos» en esta voluntad, no sólo no será cancelada nuestra originalidad, sino que, al contrario, entraremos cada vez más en la verdad de nuestro ser y de nuestro ministerio.
Queridos ordenandos, quiero proponer a vuestra reflexión un tercer pensamiento, estrechamente relacionado con el que acabo de exponer: la invitación de Jesús a «perderse a sí mismo», a tomar la cruz, remite al misterio que estamos celebrando: la Eucaristía. Hoy, con el sacramento del Orden, se os concede presidir la Eucaristía. Se os confía el sacrificio redentor de Cristo; se os confía su cuerpo entregado y su sangre derramada. Ciertamente, Jesús ofrece su sacrificio, su entrega de amor humilde y completo a la Iglesia, su Esposa, en la cruz. Es en ese leño donde el grano de trigo que el Padre dejó caer sobre el campo del mundo muere para convertirse en fruto maduro, dador de vida. Pero, en el plan de Dios, esta entrega de Cristo se hace presente en la Eucaristía gracias a la potestas sacra que el sacramento del Orden os confiera a vosotros, los presbíteros. Cuando celebramos la santa misa tenemos en nuestras manos el pan del cielo, el pan de Dios, que es Cristo, grano partido para multiplicarse y convertirse en el verdadero alimento de vida para el mundo. Es algo que no puede menos de llenaros de íntimo asombro, de viva alegría y de inmensa gratitud: el amor y el don de Cristo crucificado y glorioso ya pasan a través de vuestras manos, de vuestra voz y de vuestro corazón. Es una experiencia siempre nueva de asombro ver que en mis manos, en mi voz, el Señor realiza este misterio de su presencia.
¡Cómo no rezar, por tanto, al Señor para que os dé una conciencia siempre vigilante y entusiasta de este don, que está puesto en el centro de vuestro ser sacerdotes! Para que os dé la gracia de saber experimentar en profundidad toda la belleza y la fuerza de este servicio presbiteral y, al mismo tiempo, la gracia de poder vivir cada día este ministerio con coherencia y generosidad. La gracia del presbiterado, que dentro de poco se os dará, os unirá íntimamente, más aún, estructuralmente a la Eucaristía. Por eso, en lo más íntimo de vuestro corazón os unirá a los sentimientos de Jesús que ama hasta el extremo, hasta la entrega total de sí, a su ser pan multiplicado para el santo banquete de la unidad y la comunión. Esta es la efusión pentecostal del Espíritu, destinada a inflamar vuestra alma con el amor mismo del Señor Jesús. Es una efusión que, mientras manifiesta la absoluta gratuidad del don, graba en vuestro corazón una ley indeleble, la ley nueva, una ley que os impulsa a insertaros y a hacer que surja en el tejido concreto de las actitudes y de los gestos de vuestra vida de cada día el mismo amor de entrega de Cristo crucificado. Volvamos a escuchar la voz del apóstol san Pablo; más aún, reconozcamos en ella la voz potente del Espíritu Santo: «Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27) Ya con el Bautismo, y ahora en virtud del sacramento del Orden, habéis sido revestidos de Cristo. Que al cuidado por la celebración eucarística acompañe siempre el empeño por una vida eucarística, es decir, vivida en la obediencia a una única gran ley, la del amor que se entrega totalmente y sirve con humildad, una vida que la gracia del Espíritu Santo hace cada vez más semejante a la de Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, siervo de Dios y de los hombres.
Queridos hermanos, el camino que nos indica el Evangelio de hoy es la senda de vuestra espiritualidad y de vuestra acción pastoral, de su eficacia e incisividad, incluso en las situaciones más arduas y áridas. Más aún, este es el camino seguro para encontrar la verdadera alegría. María, la esclava del Señor, que conformó su voluntad a la de Dios, que engendró a Cristo donándolo al mundo, que siguió a su Hijo hasta el pie de la cruz en el acto supremo de amor, os acompañe cada día de vuestra vida y de vuestro ministerio. Gracias al afecto de esta madre tierna y fuerte podréis ser gozosamente fieles a la consigna que como presbíteros se os da hoy: la de configuraros a Cristo sacerdote, que supo obedecer a la voluntad del Padre y amar al hombre hasta el extremo.