“Dios te salve, Maria. ‘Alégrate, Maria’. La salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegramos con el gozo que Dios encuentra en ella.
“Llena de gracia, el Señor es contigo”: María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda gracia”.
“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena del Espíritu Santo”, Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María : “Bienaventurada la que ha creído…” : María es “bendita entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor”.
“Santa Maria, Madre de Dios, ruega por nosotros…” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?”. Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como ella oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra”. Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.
“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso”.[1]
[1] Cf. CEC, 2676-2677