Es una realidad y un bien de nuestra vida cristiana que hemos de vivir en medio de dificultades. El Señor lo advirtió con fuerza: “Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5.10, 1). Los tiempos que vivimos son, de diversas maneras, tiempos complejos y conflictivos, frente a los cuales nos animan las enseñanzas de San Pablo: “todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones” (2Tm 3, 12). Son estas dificultades parte de la Cruz de Cristo que cada uno debe llevar (cf. Mt 10, 38). Muchas veces esas cruces pueden ser consecuencias de nuestras propias infidelidades y faltas de amor a Dios y al prójimo, y otras, vienen de fuera, de las acciones de otros, del desprecio de las enseñanza de Cristo y de la Iglesia, e incluso de la acción de personas e instituciones en contra de tales verdades, que muchas veces son mas sólo religiosas, porque surgen de la misma naturaleza del ser humano.
En estos tiempos hemos visto cómo desde los órganos llamados a darnos leyes justas se ha intentado introducir normas que son contrarias a los derechos más esenciales de la persona humana y otras que quieren contradecir principios fundamentales de nuestra fe católica. Entre las primeras está la reciente aprobación del aborto y el empeño para impedir la objeción de conciencia, que es un derecho social esencial; el proyecto de ley, actualmente en estudio, que permita la Eutanasia, es decir, legalizar una acción médica para quitar la vida a una persona que está sufriendo con ocasión de una enfermedad. Entre las segundas, el intento de imponer a los ministros de las confesiones religiosas la obligación de denunciar a las personas que se acerquen a ellos para abrir su conciencia buscando sanar sus dolores o enmendarse, o la que propone hacer posible la adopción por parejas de personas del mismos sexo, en igualdad de condiciones a las que tienen un hombre y una mujer.
De todos estos intentos – como nuestra la experiencia – se seguirán grandes dolores para personas y familias, heridas profundas en la vida, consecuencia de un momento confusión, que permite llevar adelante acciones amparadas por la leyes que son moralmente injustas, aunque se funden en mayorías democráticas, muchas veces transitorias.
Todo este lamentable recorrido, del cual algunos países intentan volver atrás, es la consecuencia de la imposición de ideologías que rechazan radicalmente la posibilidad de que existan principios y valores que trascienden a cada uno y viene de la misma esencia de lo que es el ser humano. Ideologías que se afirman en la idea de que cada uno se construye a sí mismo, con libertad total, de lo cual es ejemplo el pensamiento moderno sobre el género, que hoy se ha introducido en muchos ambientes cristianos. En el sustrato de este intento – se quiera o no – hay un rechazo a la ley de Dios.
Pese a todo ello, es necesario no desfallecer en la defensa de los valores más esenciales, los que podrían llamarse irrenunciables, y que nos pueden acarrear muchas críticas y sinsabores. Nuestras armas no son violentas y nunca pueden pasar a llevar la libertad de otros, y para ello es necesario orar con mayor intensidad, porque el corazón humano y el pensamiento sólo llegan a acertar en el bien, cuando se dejar iluminar por la luz de Dios. Pero también es necesario formarse para saber formar a otros. No dejar que las cosas y los acontecimientos fluyan sin una capacidad de mostrar la verdad, porque la verdadera libertad de la persona humana, pasa siempre por la verdad, según la enseñanza del Señor: “conocerán la verdad y la verdad los hará libres”. (Juan, 8. 32)
+ Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo