Al llegar la Navidad los ambientes se transforman, porque un nuevo espíritu invade a muchas personas y las mismas ciudades cambian su aspecto con ambientes festivos y alegres, el comercio y la música y, de alguna manera, se renueva el espíritu de esperanza en un futuro mejor. Este año esto ha sido más evidente porque el tiempo que ha precedido ha sido de inseguridad, violencia y dolor y en muchas personas hay temor.
La llegada del Niño Dios, que nace entre nosotros trae nuevos aires. Pero si sólo los fundamos en algo humano y que olvida lo divino, que sustrae a las celebraciones el acontecimiento esencial que es la venida del Hijo de Dios a vivir junto con nosotros, ese espíritu dura unos días, y luego volvemos a la insignificante levedad de un tiempo más que ha transcurrido y a las incertidumbres.
“Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo. La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:”Hoy la Virgen da a luz al Trascendente. Y la tierra ofrece una cueva al Inaccesible. Los ángeles y los pastores le alaban. Los magos caminan con la estrella, porque ha nacido por nosotros, Niño pequeñito, el Dios de antes de los siglos”(Catecismo n. 525).
Parte importante de nuestras tragedias tienen su causa precisamente en que como sociedad y como nación hemos ido dejando en el olvido el acontecimiento central de la historia humana, la verdad esencial que nuestra vida y nuestra historia ha sido asumida por el mismo Dios que ha venido a nosotros en la persona de su Hijo. Un padre de la Iglesia de los primeros siglos lo enseña con asombrosa certeza: “Debemos celebrar el nacimiento del Señor con una alegría cálida y sobrenatural. Cada uno lo hará con el fervor que conviene: se acordará de qué cuerpo es miembro y a qué cabeza está unido; se guardará de ser una pieza mal adaptada que no encaje en el edificio sagrado” (San León Magno).
El relativismo que hemos dejado entrar en nuestras vidas, en que no se resaltan más que los intereses propios y la búsqueda de la felicidad en las cosas de esta tierra, nos hace bajar los ojos y fijarlos en la tierra y dificultan la natural inclinación del ser humano de mirar al cielo. Pegados a las realidades terrenas, sin alas para dejar que el espíritu vuele, todo se nos hace tedioso y contradictorio y las mismas ansias de liberarnos de los males que nos pueden aherrojar se vuelven imposible, el horizonte oscuro y la vida una pasión inútil.
“¿Quién tendrá un corazón tan bajo y tan ingrato como para no gozar y saltar de alegría por lo que sucede? Es una fiesta común de toda la creación. Nosotros también proclamamos nuestra alegría; a nuestra fiesta le damos el nombre de teofanía. Festejemos la salvación del mundo, el día en que nace la humanidad. Hoy ha quedado eliminada la condenación de Adán”. (San Basilio).
Este tiempo de navidad exige de cada uno salir del sueño y abrir los ojos para mirar el proyecto de Dios sobre nuestro mundo y respecto de cada uno de nosotros; mirar al pequeño pesebre de animales que se hace la casa de Dios con nosotros. El Niño se mira – y se descubre quien es – con los ojos de la humildad y la conciencia de nuestra realidad de criaturas que vamos de paso a la llamada definitiva de Dios, que es la vida eterna, cuyo inicio comenzamos con este pasar terreno, pero cuyo fin es la misma comunión para siempre con Dios en el cielo. ¡Qué difícil – por no decir imposible- vivir en esta tierra sin atisbar la vida futura, que existe tanto para los que creen como para los que la niegan!
Quizá uno se pregunte, ¿pero cómo hacer para ver a Jesús y no solo a un niño?: “Hacerse niño” con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino; para eso es necesario abajarse, hacerse pequeño; más todavía: es necesario “nacer de lo alto”, “nacer de Dios” para “hacerse hijos de Dios. El misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando Cristo “toma forma” en nosotros. Navidad es el misterio de este “admirable intercambio”. El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad (Catecismo n. 526). Sigue a la Madre y llegaras a conocer al Hijo.
+ Juan Ignacio