El mes de agosto se inicia con la fiesta del Santo Cura de Ars, que se celebra el día 4. Toda la Iglesia ora especialmente por sus sacerdotes y en particular por aquellos que son párrocos. En un reciente documento se señalaba que “el oficio de párroco comporta la plena cura de almas y, en consecuencia, para que un fiel sea designado válidamente párroco, debe haber recibido el Orden del presbiterado, excluyendo cualquier posibilidad de nombrar a quien no posea este título o las relativas funciones, incluso en caso de carencia de sacerdotes”. Quien ha sido llamado al servicio de párroco o administrador parroquial debe “prolongar la presencia de Cristo, único y supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia suya en medio del rebaño que les ha sido confiado”.
“Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En una palabra, los presbíteros existen y actúan para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, personificando a Cristo, Cabeza y Pastor, y en su nombre”. (San Juan Pablo II PDV n. 15).
Hace algunas semanas el Papa Francisco escribió una carta al clero de Roma, en la que les decía que “durante este tiempo de pandemia, muchos de ustedes compartieron conmigo, por correo electrónico o por teléfono, lo que significaba esta situación inesperada y desconcertante. Así que, sin poder salir o tener contacto directo, me permitiste saber “de primera mano” lo que estaban experimentando. Este compartir alimentó mi oración, en muchos casos para agradecer el valiente y generoso testimonio que recibí de ustedes; en otros, fue la súplica y la intercesión confiada en el Señor quien siempre extiende su mano (cf. Mt 14, 31). Recordaba el Papa que “la primera comunidad apostólica, también experimentó momentos de confinamiento, aislamiento, miedo e incertidumbre. Pasaron cincuenta días entre la inmovilidad, el cierre y el incipiente anuncio de que cambiaría sus vidas para siempre. Los discípulos, mientras que las puertas del lugar donde fueron cerrados por miedo, fueron sorprendidos por Jesús que “se paró en el medio y les dijo: “¡Paz a vosotros!”
También nosotros hemos sentido esa desolación ante el dolor, la muerte de personas conocidas y el aislamiento que tiende a paralizarnos. Sin embargo, el pueblo de Dios ha visto el ejemplo de entrega, la perseverancia de estar ahí, de asistir al enfermo o moribundo de llevar la comida y el abrigo. En resumen, la presencia del Señor Jesús actuando en nuestro ministerio. Por eso el pueblo de Dios levanta la voz agradecida, porque se siente acompañado, porque los descubre caminando con ellos. Pero también, dice el Papa, “hemos experimentado nuestra propia vulnerabilidad e impotencia. Como el horno prueba las ollas del alfarero, así que fuimos puestos a prueba (cf. Sir 27.5). Consternados por todo lo que estaba sucediendo, sentimos de manera amplificada la precariedad de nuestra vida y los compromisos apostólicos. La imprevisibilidad de la situación ha puesto de relieve nuestra incapacidad para vivir y confrontar lo desconocido, con lo que no podemos gobernar ni controlar, y, como todos los demás, nos hemos sentido confundidos, temerosos, indefensos”.
Nuestros fieles expresan sus afectos a los sacerdotes de muchas formas materiales y espirituales y nos animan a no dejar caer las manos. “Es reconfortante tomar el Evangelio y contemplar a Jesús entre su pueblo, mientras acoge y abraza la vida y las personas a medida que se presentan. Sus gestos dan vida a la hermosa canción de María: “Ella ha esparcido lo magnífico en los pensamientos de sus corazones. Derribó a los poderosos de los tronos, levantó a los humildes”(Lc 1.51-52). El mismo ofreció sus manos y su lado herido como una forma de resurrección. No oculta sus heridas; de hecho, invita a Tomás a tocar con la mano cómo un lado herido puede ser una fuente de vida en abundancia (cf. Gv 20,27-29).
Gracias, hermanos sacerdotes, por estar ahí. Por seguir siendo la presencia del Señor Jesús en medio de su pueblo. Pidamos al Santo Cura de Ars que nos conceda el don de la fidelidad y la perseverancia en el camino difícil que tenemos por delante,
+Juan Ignacio González Errázuriz