Con el mes de noviembre entramos ya en la última parte del año. Un año único y especial vivido en medio de realidades para nadie imaginables y que forman parte, de manera misteriosa, de la Providencia de Dios sobre el mundo y los hombres. Como de todas las realidades humanas, hemos de sacar aprendizajes divinos. Un país semiparalizado por la pandemia, aun en desarrollo, entrando en un proceso político complejo, con resultados inciertos, con muchas personas y familias pasándolo muy mal por la pérdida de sus trabajos, en medio de una violencia que no quiere ceder y con temores que acechan aquí y allá que a todos afectan por igual. Enseña el libro Sagrado que “hermosa es la misericordia en el tiempo de la tribulación, como las nubes cargadas de agua en tiempo de sequía” (Si 35, 24).
No hay para el cristiano buenos o malos tiempos, todos vivimos los tiempos de Dios, para quien nada escapa a su deseo de procurar la salvación de todos los hombres. Por esta razón la virtud de la esperanza es tan esencial en todo momento. El Evangelio es un mensaje de esperanza, hasta el punto que el mismo Jesús es nuestra única esperanza (cfr. 1Tm 1, 1); es la garantía plena para alcanzar los bienes prometidos y por su intercesión nos podemos acercar confiadamente a Dios Padre (1Tm 3, 12).Nuestra esperanza en el Señor ha de ser más grande cuanto menores y más débiles sean los medios humanos de los que disponemos y mayores las dificultades que enfrentamos.
En noviembre iniciamos el Mes de María. Seguiremos día atrás día aquellas conocidas oraciones que aprendimos de nuestros antepasados y que son el camino seguro para lograr paz en las almas y en la sociedad. Dice San Bernardo “no apartes los ojos del resplandor de esta estrella si quieres no ser destruido por las borrascas” (Hom. sobre la Virgen Madre, 2).
A ella le pediremos especialmente por Chile. No es tiempo el que corre de estar dormidos, pues se pondrán en juego valores y principios esenciales de nuestra realidad como nación cristiana. Pese a que algunos quieran negarlos, Chile se fundó sobre los principios esenciales de la fe cristiana, hoy por muchos olvidados y sustituidos por el progreso o las ideologías, que nunca lograrán hacer desaparecer la presencia de Dios de la Patria.
La realidad que vivimos, como nos advierte el Papa Francisco, reviste peligros. Uno de ellos es la acedia espiritual y el pesimismo, que debemos combatir con las armas de la fe. “Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad». Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del demonio». Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto, me permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora! (EG, 83) y continúa: “La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). “Los males de nuestro mundo —y los de la Iglesia— no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña” (EG 84). “Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (EG.85).
Pongámonos en manos de la Madre, que guía siempre sabiamente a los hijos para poder vivir y tener un encuentro con su Hijo. Ella es la causa de nuestra esperanza y alegría.
+Juan Ignacio