El mes de febrero, con su relativa tranquilidad, nos permite detenernos un momento para mirar los meses pasados. Serán únicos en nuestras vidas. Un tiempo marcado por el temor, la incertidumbre sobre el futuro, con la partida de muchos seres queridos, cercanos y muchos miles lejanos. El peligro más evidente es la paralización, la desolación y el dejarse estar. Para muchos ha sido, por su parte, el tiempo de volver los ojos al cielo, buscando al Padre Dios que vela siempre por nosotros. Para otros un tiempo de un silencio interior indeciso. Pocos, a estas alturas, son los que culpan a Dios de los males, porque todos intuimos que lo que ha sucedido tiene que ver con nuestras propias responsabilidades, con la manera de gestionar el mundo, de explotarlo para nuestro beneficio, sin respetar, muchas veces sus propias normas internas. La pandemia no es un castigo de nadie, es responsabilidad de nosotros.
La Iglesia, que es experta en humanidad conoce bien al ser humano, porque conoce al mismo Hijo de Dios, que quiso tomar nuestra propia naturaleza y asemejarse a nosotros en todo, menos en el pecado, sabe también como se sale de estas crisis. Un santo de nuestra época lo describió sabiamente. “Un secreto. Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo” (Camino 301). Y es verdad, para un cristiano estos tiempos difíciles no son de quejas, amarguras o siembra de desesperanza. Es necesario ir adelante, con la fuerza de Dios, con la fe puesta en el Maestro y con el empeño de llevar una vida de integridad con la fe que profesamos. Ni los sinvergüenzas, avaros, lujuriosos, calculadores y que buscan salvar el propio pellejo en la tormenta, sacaran al mundo y al país adelante. Se aplica aquí el llamado síndrome de Jonás: buscar algún culpable, echarlo por la borda y seguir navegando. Y todos sabemos que nada cambiará si ese es el camino elegido. Vamos en la misma nave. Pero es necesario confiar en quien la guía, que es Dios nuestro Señor.
La Iglesia no se detiene en su camino: predicar y vivir el Evangelio en serio. Tiene muy presente las palabras de su Señor, “Mar adentro y echar las redes para pescar”, aunque los resultados algunas veces, humanamente hablando, nos parezcan pocos o incluso no los haya. (cfrLc 5,1-11) El punto esencial es echar las redes en su nombre, no en el nuestro, ni fundado en las sabidurías humanas, la planificación, las estrategias técnicas o políticas. No están allí nuestras confianzas. Hay otros ingredientes de la eficacia de la Iglesia que no son contables con los test, encuestas y otros instrumentos que encandilan a los seres humanos. Es la acción de Dios en la historia: “tuya es, Señor, la grandeza y el poder y la gloria y la victoria y la majestad, en verdad, todo lo que hay en los cielos y en la tierra; tuyo es el dominio, oh Señor y tú te exaltas como soberano sobre todo”.(1 Cr 219-11).
Continuar con nuevos métodos y nuevas ideas el camino de anunciar a Dios, recordando aquella primera enseñanza de San Juan Pablo II: “El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelven mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea” (RH,1). Estos días de mayor calma han de ser un acicate para que todos nos volvamos a Dios, acogiéndonos a su misericordia y su paternidad, mientras su Hijo Jesucristo nos vuelve a pedir que nos lancemos a la mar, a las aguas revueltas y tumultuosas de este mundo que amamos, para anunciar la única verdad que nos salva, su Evangelio, la Buena nueva que explica nuestra vida en esta tierra y en la eterna.
+Juan Ignacio