Por segundo año hemos vivido la Semana Santa de una manera particular, sin poder asistir masivamente a las celebraciones. Quizás esta circunstancia nos ha facilitado un mayor recogimiento, en medio del encierro de las cuarentenas que afectan a la mayoría de las comunas del país. En muchas parroquias los sacerdotes y ministros han salido a las calles a bendecir los ramos, que recuerdan el ingreso de Jesús en la ciudad santa. Las celebraciones del Triduo Pascual se han vuelto a trasmitir por los medios de comunicación y las redes sociales. Mientras esto sucede la Corte Suprema ha emitido una importante sentencia, que al desarrollar el contenido de lo que se llama la libertad religiosa, ha establecido que nunca se puede prohibir la asistencia de un fiel a las celebraciones del culto, en particular dominical, ni siquiera en estados de excepción constitucional. Es un pronunciamiento cuyos razonamientos y decisiones son un precedente muy importante para el momento de la redacción de la nueva constitución.
El punto medular de la libertad religiosa es comprender que la realidad espiritual y religiosa del ser humano, en sus diversas vertientes, es un factor esencial de la vida de toda persona y de la comunidad y, por tanto, el Estado, manteniendo su condición de laico, debe no solo respetarla, sino promover y cautelarla como un bien fundamental. No se trata de que el Estado mismo haga una especie de acto de fe, que solo corresponde a las personas, sino que, así como cautela, promueve y asegura la salud, la educación, etc. de todos los habitantes, también lo haga con estos otros elementos de la vida humana que son esenciales, como la dimensión espiritual de las personas.
En una sociedad donde la aceptación de la realidad religiosa era lo habitual no había una mayor preocupación por que fuera afectada esta libertad religiosa. Pero cuando la sociedad comenzó el proceso de secularización, es decir, a abandonar sus creencias espirituales, como ha sucedido en la mayoría de los países de occidente, la libertar religiosa y sus expresiones propias como las celebraciones, actos de culto etc. se ha visto afectada en el sentido de que se la considera como algo privado, familiar, o a lo más algo propio del culto interno de las diversas confesiones, sin tener una trascendencia pública, en el crecimiento de las virtudes cívicas, en los principios que alumbran nuestras leyes, la educación de los ciudadanos, etc. Es como una especie de privatización de la fe. Como si se dijera, “ud. puede creer lo que quiera, pero dentro de su casa, a lo más dentro del templo”. Se llega así, incluso a prohibir las expresiones de la fe, o los signos o símbolos de las mismas en los espacios públicos.
Junto a esta secularización de la sociedad, proceso impulsado por nuevas teorías y visiones, como la aceptación del pensamiento de género, las diversas concepciones de la sexualidad, el matrimonio entre personas del mismo sexo y tantas otras, Dios va quedando cada vez más ausente de la vida pública y luego de la de cada ciudadano y de las familias.
En este intento – que por desgracia impulsan muchos intelectuales y personas formadas – pierde su fundamento el derecho a la vida, con el aborto y la eutanasia, el matrimonio, las virtudes ciudadanas y se abre paso a un individualismo que conduce luego a la violencia como estilo de vida, lleva a la droga, sin reproche moral alguno y tantas otras realidades que terminan por destruir a la persona y luego la convivencia social, como comprobamos, día a día, en nuestro país.
Por desgracia para nosotros, se cumple en este proceso aquello que describe el Salmo 14. “Dice el necio en su corazón, no existe Dios”. Y sin embargo en su amoroso cuidado por todos, el Señor, de manera misteriosa, conduce los caminos del hombre.
Juan Ignacio González Errázuriz