La Iglesia no vive fuera del mundo. Se interesa por todos los procesos y vivencias de las personas y trabaja para que la luz del Evangelio alumbre los caminos de la vida humana. Por eso no es ajena a los cambios que está experimentando Chile, en especial frente a las nuevas dinámicas que se van imponiendo en la vida pública. Prueba de ellos son las múltiples orientaciones que en los últimos años ha entregado, sea conjuntamente por medio de la Conferencia de los Obispos, sea de cada uno en particular, en las realidades específicas que atienden pastoralmente. Pero su visión de las realidades humanas no pierde de vista que la búsqueda del bien común requiere de la adecuada consideración de los elementos espirituales y religiosos, que son inherentes a nuestra naturaleza.
En tal sentido está íntimamente ligada a los procesos de cambios que se quieren introducir en nuestro régimen constitucional. Una constitución, para que sea de todos y para todos y procure el bien verdadero de todos, no sólo debe regular las relaciones de poder entre las diversas autoridades, las garantías y libertades personales, los órganos por medio de los cuales se procura la formación de leyes justas y tantas otras cosas que forman partes de la carta de navegación de una nación, sino también asegurar la vivencia de la expresión de la realidad trascendente y espiritual de todo ser humano y el reconocimiento autentico de la libertad religiosa.
Acabamos de elegir a quienes tendrán la grave responsabilidad de redactar y proponer al país una nueva Constitución Política. Un grupo de personas, con diversas competencias y capacidades, que en el trabajo conjunto del diálogo, la colaboración y el intercambio, han de lograr un texto que represente las grandes aspiraciones de todos los miembros de la sociedad chilena. Mas allá de las condiciones personales y los conocimientos que estas personas puedan aportar, lo que resulta verdaderamente esencial en este proceso, es la capacidad de comprender la realidad ante la cual se encuentran, es decir responder adecuadamente a la pregunta de qué es lo que Chile necesita para su verdadero y armónico desarrollo social, político, económico y cultural. Deben ser personas capaces de confrontar ideas y proyectos diversos y llegar a una visión unitaria de lo que conviene a Chile. Esa es la gran tarea de los constituyentes. Lograrlo es un imperativo categórico, exigido por toda la ciudadanía. En estas circunstancias históricas el diálogo, la apertura a las ideas diversas, la capacidad de reconocer lo esencial y dejar de lado asuntos accidentales o secundarios, es parte de la misión que se les ha encomendado.
Una asamblea constituyente que se transforme en un lugar de debate donde cada uno intente imponer a los demás sus propias ideas, sin escuchar las proposiciones de los demás, llevará a proyectos efímeros, inaplicables, distantes de las aspiraciones de la ciudadanía y, a la larga, a propuestas irrelevantes y motivo de mayores divisiones. Existe el peligro de que dicha asamblea pueda ser un hemiciclo de confrontación y no de concordia. Las palabras altisonantes, las descalificaciones a priori – como en algunos casos ya se insinúan – el presentar posturas cerradas al diálogo y la comunicación, puede llevarnos por ese camino. Seria triste y una grave irresponsabilidad, que los chilenos podríamos demandar de los elegidos. Apelando a los valores humanos y espirituales que en toda persona están presentes, apelando a un esencial conocimiento de nuestra historia presente y pasada, apelando al llamado para el que han sido convocados, es dable esperar que surja de ese cuerpo un fruto maduro que nos permita a todos desarrollar nuestra vida en paz y prosperidad.
Como católicos hemos de orar intensamente por este momento que vive Chile y nuestra plegaria debe subir al Padre común, de la mano de la Virgen del Carmen, Reina y Patrona de la Patria chilena, según el querer de los padres fundadores.
+Juan Ignacio