Todos los hechos de violencia que hemos vivido en los últimos años, y en particular en las recientes semanas, han sido motivo de una profunda reflexión para muchas personas. El país ha entrado en una crisis en que su expresión fuerte ha sido la violencia extrema que ha costado la vida a tres funcionarios de Carabineros, alevosamente asesinados. Pero cualquiera que mire con detención los acontecimientos, es capaz de darse cuenta de que ellos son el amargo fruto de una crisis que nosotros mismos hemos provocado. No es sólo una crisis política, de seguridad o económica, es una crisis moral, es decir, que toca los comportamientos más íntimos de cada persona.
Es la expresión en vivo de la separación entre el espíritu y la vida y de la consolidación del individualismo y el relativismo como la regla de vida y convivencia. En palabras de antiguos pensadores, es una crisis sobre los valores y principios en que se funda la unidad de la nación chilena. Su expresión máxima fue el intento de una carta fundamental refundacional que pretendió apartarnos de los elementos más esenciales que están en la base de nuestra convivencia nacional y que nacen – se quiera o no – de las enseñanzas de la fe cristiana.
Las ideologías han sustituido a la realidad. Es decir, se confía plenamente en una determinada forma de pensar, que no tiene en cuenta la realidad y sobre todo la verdad acerca de la persona humana. Como quien vive en un sueño y se imagina que la realidad es la que cada uno sueña. Y las cosas no son así. El culmen de esa ideologización extrema ha llegado a ser todo el pensamiento de género que inunda la actividad pública, que es pregonada por las autoridades políticas, y que se introduce en todos los ámbitos de la vida del país e incluso de las confesiones religiosas y de la Iglesia. El Papa Francisco en diversas ocasiones se ha referido a ella. Hace unas semanas señaló: “Hablo porque hay gente un poco ingenua que cree que es el camino del progreso y no distingue lo que es respeto a la diversidad sexual o a diversas opciones sexuales de lo que es ya una antropología del género, que es peligrosísima porque anula las diferencias, y eso anula la humanidad, lo rico de la humanidad, tipo personal, como cultural y social, las diferencias y las tensiones entre las diferencias”. Es el intento de imposición de un pensamiento único, que es falso y que lleva a que cada persona sea lo que ella desea, desconociendo los elementos más esenciales de la naturaleza humana, descritos por Dios en el inicio de la historia: “Hombre y mujer los creo”. (Gen 1,27).
La única manera de salir de las crisis es vivir en la verdad y ella exige reconocer a Dios como Señor de la historia, creador y padre, que nos ha traído a esta vida con un fin: vivir en la comunión con él en esta tierra y llegar luego a la vida eterna. Este es el camino que hemos de seguir en la vida personal, familiar, social, política, etc. Y los primeros que deben reconocerlo son quienes hemos llamado a regir la patria desde los puestos relevantes. Si ellos mismos excluyen al Señor de la historia de sus vidas y de la vida del país, nos llevarán con rapidez por el camino de la ruina moral. Solo volver a reconocer a Dios, con humildad y sencillez, enmendará los derroteros errados que venimos recorriendo.
+ Juan Ignacio