La declaración de Independencia
“Hemos tenido a bien en ejercicio del poder extraordinario con que para este caso particular nos han autorizado los Pueblos, declarar solemnemente a nombre de ellos en presencia del Altísimo, y hacer saber a la gran confederación del género humano que el territorio continental de Chile y sus Islas adyacentes forman de hecho y de derecho un Estado libre Independiente y Soberano, y quedan para siempre separados de la Monarquía de España, con plena aptitud de adoptar la forma de gobierno que más convenga a sus intereses” Así reza la declaración de la Independencia de Chile. Fue declarada en Talcahuano y firmada en la ciudad de Concepción el 1 de enero de 1818, y ratificada por el Director Supremo Don Bernardo O’Higgins, en Talca, el 2 de febrero siguiente. Todo habitante de Chile – desde los hijos de los pueblos originarios, hasta los recién llegados a establecerse en ella, son la Patria. Y ¿Qué es la Patria? Tomando las palabras de un pensador europeo, es aquella porción espiritual que hace del hombre un ser con raíces en el pasado, un hijo de algo, un heredero el hombre es, ante todo, un heredero”. La Patria no se elige, se recibe, no se la crea, se la continua, no se la inventa, se la admite. Como la familia, la sangre y el nombre.
El olvido de Dios y su ley
Como se lee en su texto, dicha declaración en nombre de los Pueblos, se hace “en presencia del Altísimo”. Dios nuestro Señor no estuvo ausente en ese paso esencial de la vida de la Patria. Más aún, tal como había sido el fundamento esencial de la vida social y política durante el tiempo de la colonia, lo siguió siendo en aquel entonces, hasta que las corrientes liberales comenzaron a desplazarlo de la vida de la nación, siguiendo las influencias llegadas de Europa. Muchas naciones del viejo continente, y la misma España, que durante siglos impregnó el continente americano con las enseñanzas de la fe cristiana, hoy han perdido el rumbo original. Y Chile, aquella nación “fuerte principal y poderosa”, anda hoy también en divisiones y reyertas interminables, cuyo origen mas profundo es haber ido abandonando los fundamentos cristianos de la sociedad y la presencia de Dios en su vida. No se trata de llorar sobre la leche derramadas y mirar atrás en un indietrismos inútil, usando un término del Papa Francisco. Se trata, por el contrario, de volver a los fundamentos que dan verdadera unidad a un proyecto común.
Los verdaderos fundamentos
Una Patria no es sólo un terruño limitado y habitado por hombres y mujeres dispersos, sino, sobre todo, un proyecto común con unidad de propósitos y de fines, que parte de la base de que hay elementos esenciales que mantienen y acrecientan esa unidad y dan la fuerza para ir juntos adelante. Esos elementos han sido siempre los que nacen de la visión cristiana del hombre y la sociedad. De allí surge la igual dignidad de todos sin excepción, que debe irse logrando en el tiempo, plasmándose en las leyes y articulando nuestra convivencia fraterna. El fundamento verdadero es el respeto por los mandamientos de la ley de Dios, hoy olvidados y transgredidos abiertamente, la caridad, el amor al prójimo, que es la ley fundamental de la convivencia humana, cuyo basamento más profundo es la realidad de ser hijos del mismo Padre común. Desde hace décadas venimos construyendo un país cada vez mas alejado del camino correcto. Todos tenemos responsabilidad por haber tomado rutas equivocadas y entre todos tenemos que ser capaces de corregirlas.
Rumbos errados
Son muchas las pruebas de nuestro equivocado camino. La dignidad de la persona humana atropellada, vulnerada en sus diversos momentos y épocas, la incapacidad de diálogo y acuerdo de nuestros dirigentes, las leyes y políticas que coartan la natural libertad de las personas, las imposiciones ideológicas en temas esenciales como la concepción de la familia y la educación, el desconocimiento de la natural capacidad de organizarse de la sociedad, la incapacidad de la sociedad para ir en verdadera ayuda de los mas necesitados, los pobres y descartados, que en vez de disminuir aumentan. Hasta los lejanos a la fe, reconocen desde hace décadas que algo no funciona bien. Ahí sigue estando el discurso de Mac- Iver al inicio del otro siglo: “Me parece que no somos felices; se nota un malestar que no es de cierta clase de personas ni de ciertas regiones del país, sino de todo el país y de la generalidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad”.
Volver a los caminos de justicia, paz y concordia
¿Pero cómo se corrige un error en la ruta seguida? Volviendo a los fundamentos. Es un paso difícil pero necesario. Ya es evidente el decaimiento moral de nuestras instituciones fundamentales y el desprestigio de la dirigencia en diversos ámbitos del quehacer nacional. Reafirmar la dignidad de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte natural, que incluye repensar las injustas leyes de aborto ya aprobadas, hasta poner fin a los intentos de leyes de eutanasia, y la condena de todo atropello de los derechos humanos, venga de donde venga y por las razones que sea. Rectificar el rumbo es reconocer abiertamente la libertad de los hombres y mujeres en los ámbitos de la educación, la libertad religiosa y de conciencia. Poner las bases de una sociedad que busca la justicia es también establecer el justo equilibrio entre la intervención del Estado y la autonomía propia de la sociedad y de las personas, sin ideologías que pretenden imponer una sola visión de la realidad. La concordia se logra cuando hay paz, tranquilidad en el orden, que permite el desarrollo de cada persona según su legítima libertad. Justicia significa respetar el orden connatural que funda la sociedad sobre la base de la familia, que es la unión estable entre la mujer y el varón, donde los hijos aprenden las virtudes y encuentran un cobijo adecuado. La paz social implica que quienes han tenido mayores posibilidades en los ámbitos de la cultura, los bienes y la fortuna, se decidan a llevar una vida sobria y a compartir con una verdadera solidaridad y caridad con el prójimo, especialmente los más pobres y desamparados.
El resumen de los cambios.
El camino para reencontrarnos se inicia en la decisión personal de volver a los mandamientos que Dios mismo entregó a todos los hombres y mujeres de todas las épocas. “Los diez mandamientos constituyen un todo orgánico e indisociable, porque cada mandamiento remite a los demás y a todo el Decálogo. Por tanto, transgredir un mandamiento es como quebrantar toda la Ley.” (Compendio 439). Se oponen radicalmente al mandato divino: “No tendrás otro Dios fuera de mí”: el politeísmo y la idolatría, que diviniza a una criatura, el poder, el dinero, el placer desordenado, incluso al demonio; la superstición, que es una desviación del culto debido al Dios verdadero, y que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo, practicas cada día más extendidas entre nosotros; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; en el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas destruyendo sus imágenes y lugares de culto, como viene ocurriendo en Chile hace años; en la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana; el agnosticismo, según el cual, nada se puede saber sobre Dios, y que abarca el indiferentismo y el ateísmo práctico. Volver a poner a Dios en el centro de la vida de una sociedad es el único camino que trae a una Patria la concordia, el respeto mutuo y el progreso. Mientras no nos interroguemos en serio sobre los derroteros emprendidos, seguiremos dando tumbos y continuarán las violencias de todo orden. Quizá un buen resumen que nos puede hacer reaccionar son las únicas palabras que están escritas en el monumento fúnebre al Libertador Bernardo O´Higgins, en el centro de nuestra ciudad capital, que se pueden leer en la imagen que acompaña estas palabras.
Pidamos a las Virgen de Carmen, a quienes veneraron los grandes de la Patria, que ella nos ayude a reencontrar el camino, sin nunca perder de esperanza de que Chile tiene una razón y un destino, intrínsecamente unido a la concepción cristiana del hombre y de la sociedad
+Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo