En medio de un mundo marcado por la guerra y la división, irrumpe el Príncipe de la Paz. La misma Tierra Santa, donde nació, vivió y murió Nuestro Salvador, es hoy campo se violencia, de muerte de inocentes y de destrucción. El Papa Francisco no cesa de pedir que oremos por la paz. También nuestra nación recorre caminos de violencia y crimen, que hieren a inocentes y traen consigo el temor y el silencio de muchos que no tienen otra posibilidad que callar y esconderse. En el ámbito del dinero vemos aquí y allá situaciones se graves faltas de probidad en el mundo público y en el privado. La caída de barrios enteros de nuestras poblaciones en redes de drogas y narcotráfico y el surgimiento del crimen organizado, con desaparecimiento forzado de personas, algunas veces asesinadas de manera brutal y con ensañamiento, son otros signos de los peligros que enfrentamos. Un panorama que daría pie a la desolación y el pesimismo.
Pero nunca hay que perder la esperanza, porque en medio de todas esas calamidades ha tomado carne humana el mismo Dios hecho hombre. ¿Qué puede significar hoy esa irrupción divina en un mundo que parece no querer reconocerlo, que no deja que su suave reinado y sus enseñanzas alumbren la faz de la tierra? Es el llamado de Jesús para abrirle las puertas de nuestros corazones y de nuestras familia: “mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).
Navidad es el momento de abrir las puertas a Jesús. Ya otros se las cerraron en su tiempo y no le dieron lugar en la posada y fue a nacer a una cueva de animales. Preguntémonos en el fondo de nuestro corazón, si abrimos las puertas de nuestra propia vida para que el Niño Dios nazca. ¿Hay en tu familia un lugar para Jesús? ¿ Hay en tu vida un espacio para el Señor? ¿Hay en tu casa un pequeño pesebre para recostar al Niño?
Pero ¿Cómo hacerlo? Al pesebre hay que acercarse de rodillas. No se mira al Señor en su cuna desde la altivez de nuestra propia suficiencia. “No basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de El detalles y actitudes. Y, sobre todo, hay que contemplar su paso por la tierra, sus huellas, para sacar de ahí fuerza, luz, serenidad, paz. Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección […]. Porque hace falta que conozcamos bien la vida de Jesús que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor” (Es Cristo que pasa, 107).
Vayamos al pesebre desde la humildad de nuestra carne pecadora y descubriremos que el niño que allí vemos, es el Niño Dios, el Hijo del Padre Eterno que ha venido a vivir con nosotros, para enseñarnos a vivir como hijos de Dios y hermanos de Jesús y de los demás hombres y mujeres que habitan este mundo. Y entonces podremos decir “Ven Señor no tardes, ven que te esperamos”
+Juan Ignacio