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Mensaje para la XIV Jornada de la Vida Consagrada, Año 2010

vida_consagradaQueridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8). También María y José cumplen este rito, ofreciendo -según la ley- dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad, comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la “salvación” de la humanidad, la “luz” de todas las naciones y “signo de contradicción”, porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35). En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término “Candelaria”. Con este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es “la luz de los hombres” y lo acoge con todo el impulso de su fe para llevar esa “luz” al mundo.

En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. Os agradezco que hayáis venido, tan numerosos, en esta Jornada dedicada especialmente a vosotros, y deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cercanía cordial y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del pueblo de Dios.

La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto -se trata de dos versículos, pero muy densos- abre la segunda parte de la carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: “Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos -Jesús, el Hijo de Dios- mantengamos firmes la fe que profesamos” (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. A Cristo se le presenta como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.

En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa “con fuerza” precisamente que Dios y el hombre se buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el mero hecho de existir, representa como un “puente” hacia Dios para todos aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que pudiésemos participar de su naturaleza divina.

Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la “confianza” con la que podemos acercarnos al “trono de la gracia”, puesto que nuestro sumo sacerdote ha sido él mismo “probado en todo igual que nosotros”. Podemos acercarnos para “alcanzar misericordia”, “hallar gracia”, y “para una ayuda en el momento oportuno”. Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al “trono de la gracia” que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el momento oportuno y en la hora de la prueba.

Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de “compunción del corazón”, de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso específico de fidelidad a “estar con el Señor”, a “estar al pie de la cruz”, a menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo todo con alegría para la salvación del mundo.

Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a “perder” la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que “perdió” su vida por nosotros primero. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su apostolado… Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al “trono de la gracia”. Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.

Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que para los religiosos presbíteros el Año sacerdotal sea una ocasión ulterior para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y consagradas, un estímulo a acompañar y sostener su ministerio con fervorosa oración. Este año de gracia culminará en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a quienes ejercen el ministerio sagrado. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al reino de Dios. Realicemos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro “heme aquí” y nuestro “fiat”.
Amén.

La Fiesta de la Presentación del Señor
Basílica Vaticana
Martes 2 de febrero de 2010