Misa de Ordenación Episcopal de diez presbíteros en la Solemnidad de la Eifanía
1. “Lumen gentium (…) Christus, Cristo es la luz de los pueblos” (Lumen gentium, 1).
El tema de la luz domina las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía, que antiguamente -y aún hoy en Oriente- estaban unidas en una sola y gran “fiesta de la luz”. En el clima sugestivo de la Noche santa apareció la luz; nació Cristo, “luz de los pueblos”. Él es el “sol que nace de lo alto” (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El evangelista san Juan escribe: “La luz verdadera, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre” (Jn 1, 9).
“Deus lux est, Dios es luz”, recuerda también san Juan, sintetizando no una teoría gnóstica, sino “el mensaje que hemos oído de él” (1 Jn 1, 5), es decir, de Jesús. En el evangelio recoge las palabras que oyó de los labios del Maestro: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros, dando sentido y nuevo valor a nuestra existencia terrena. De este modo, respetando plenamente la libertad humana, Cristo se convirtió en “lux mundi, la luz del mundo”. Luz que brilla en las tinieblas (cf. Jn 1, 5).
2. Hoy, solemnidad de la Epifanía, que significa “manifestación”, se propone de nuevo con vigor el tema de la luz. Hoy el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, sigue revelándose como luz de los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares. Para los Magos, que acudieron de Oriente a adorarlo, la luz del “rey de los judíos que ha nacido” (Mt 2, 2) toma la forma de un astro celeste, tan brillante que atrae su mirada y los guía hasta Jerusalén. Así, les hace seguir los indicios de las antiguas profecías mesiánicas: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel…” (Nm 24, 17).
¡Cuán sugestivo es el símbolo de la estrella, que aparece en toda la iconografía de la Navidad y de la Epifanía! Aún hoy evoca profundos sentimientos, aunque como tantos otros signos de lo sagrado, a veces corre el riesgo de quedar desvirtuado por el uso consumista que se hace de él. Sin embargo, la estrella que contemplamos en el belén, situada en su contexto original, también habla a la mente y al corazón del hombre del tercer milenio. Habla al hombre secularizado, suscitando nuevamente en él la nostalgia de su condición de viandante que busca la verdad y anhela lo absoluto. La etimología misma del verbo desear -en latín, desiderare- evoca la experiencia de los navegantes, los cuales se orientan en la noche observando los astros, que en latín se llaman sidera.
3. ¿Quién no siente la necesidad de una “estrella” que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. A fin de satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para “todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 3). Con la encarnación de su Hijo, Dios extendió luego su elección a todos los demás pueblos, sin distinción de raza y cultura. Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, “reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos” (Gaudium et spes, 1).
Por tanto, para toda la comunidad eclesial resuena el oráculo del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: “¡Levántate, brilla (…), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! (…) Y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora” (Is 60, 1. 3).
4. De este singular pueblo mesiánico que es la Iglesia, vosotros, amadísimos hermanos, sois constituidos pastores mediante la ordenación episcopal de hoy. Cristo os convierte en ministros suyos y os llama a ser misioneros de su Evangelio. Algunos de vosotros ejerceréis este “ministerio de la gracia de Dios” (Ef 3, 2) como representantes pontificios en algunos Estados: tú, monseñor Giuseppe Pinto, en Senegal y Mauritania; tú, monseñor Claudio Gugerotti, en Georgia, Armenia y Azerbaiyán; tú, monseñor Adolfo Tito Yllana, en Papúa Nueva Guinea; y tú, monseñor Giovanni d’Aniello, en la República democrática del Congo.
Otros serán pastores de Iglesias particulares: tú, monseñor Daniel Mizonzo, guiarás la diócesis de Nkayi, en la República del Congo; y tú, monseñor Louis Portella, la de Kinkala, en la misma República del Congo. A ti, monseñor Marcel Utembi Tapa, te he confiado la diócesis de Mahagi-Nioka, en la República democrática del Congo; y a ti, monseñor Franco Agostinelli, la de Grosseto, en Italia. Tú, monseñor Amândio José Tomás, ayudarás, como obispo auxiliar, al arzobispo de Évora, en Portugal.
Por último, tú, monseñor Vittorio Lanzani, como delegado de la Fábrica de San Pedro, proseguirás tu servicio a la Iglesia aquí, en el Vaticano, en esta basílica patriarcal tan querida para ti.
5. Hace un año, en esta fiesta de la Epifanía, al final del Año santo, entregué idealmente a la familia de los creyentes y a toda la humanidad la carta apostólica Novo millennio ineunte, que comienza con la invitación de Cristo a Pedro y a los demás: “Duc in altum, rema mar adentro”.
Vuelvo a aquel momento inolvidable, amadísimos hermanos, y os entrego de nuevo a cada uno este texto programático de la nueva evangelización. Os repito las palabras del Redentor: “Duc in altum”. No tengáis miedo a las tinieblas del mundo, porque quien os envía es “la luz del mundo” (Jn 8, 12), “el lucero radiante del alba” (Ap 22, 16).
Y tú, Jesús, que un día dijiste a tus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5, 14), haz que el testimonio evangélico de estos hermanos nuestros resplandezca ante los hombres de nuestro tiempo. Haz eficaz su misión para que cuantos confíes a su cuidado pastoral glorifiquen siempre al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).
Madre del Verbo encarnado, Virgen fiel, conserva a estos nuevos obispos bajo tu constante protección, para que sean misioneros valientes del Evangelio; fiel reflejo del amor de Cristo, luz de los pueblos y esperanza del mundo.
Domingo 6 de enero de 2002