Homilía en la Santa Misa de la
Fiesta de San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei.
26 de junio de 2007.
Catedral de San Bernardo
Queridos hermanos y hermanas
Una vez más reunidos en nuestra Iglesia Catedral estamos celebrando la Santa Misa en la fiesta de San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, cuya vida, obra y enseñanza son para muchos de nosotros un camino esencial en nuestro deseo de vivir la santidad en medio de los ordinarios, en el trabajo profesional y en el servicio a los demás.
Acabamos de escuchar la proclamación del Santo Evangelio en el que se nos relata aquel pasaje de la vida de Jesús en que después de haber enseñado a la muchedumbre desde la barca de Pedro, pidió a Simón que remara mas adentro y echara las redes para pecar. Hemos escuchado las palabras de primer Papa, expresando al Señor que ya toda la noche habían estado en las faenas de pesca y nada había logrado y la obediencia fiel del que sabe que si el Señor lo manda, aun las cosas que humanamente son difíciles se cumplen, si se realizan en el nombre del Señor Jesús.
La obediencia de Pedro y de los demás que con él estaban produjo una tan gran cantidad de pesca, que fue necesario pedir a los compañeros de la otra barca que les ayudaran, pues corrían en riesgo de sucumbir. Al final de la escena que hemos escuchado que Pedro se arrojó a los pies de Jesús y pidiendo perdón por su incredulidad y le declaro que era un pecador. Jesús entonces, viendo la humildad del que sería luego la Cabeza de la Iglesia, le dijo, “No temas; desde ahora serás pecador de hombres” y – concluye con fuerza el Santo Evangelio – “ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”
Queridos hermanos, queridos hermanas que magnifica expresión de la respuesta a la llamada divina nos presenta la figura de Pedro y de los demás compañeros, que constituirían la primera comunidad cristiana que siguió los pasos de Jesús y fueron los fundamentos de la Iglesia, cuya barca sigue siendo hoy su camino y a la que Jesús la conduce por la mano firme de Benedicto y de los obispos esparcidos por todo el orbe de la tierra.
Este pasaje evangélico no recuerda también nuestra propia vocación, la llamada que todos hemos recibido a vivir en la unión con Cristo y la Iglesia por medio de la gracia y la obligación que todos tenemos de hacer una apostolado ancho y profundo en nuestro tiempo, mostrando a los hombres y mujeres que con nosotros van caminando que esta vida nuestra, con sus realidades – las que llamado buenas y aquellas que no lo son – es el medio para vivir la santidad.
La santidad, un camino para todos
San Josemaría, cuya paterna y cercana figura hoy se nos hace especialmente presente, fue un hombre como nosotros que sintiendo la llamada divina se lanzó a la aventura de abrir nuevos caminos de santidad en la Iglesia, camino que hoy están recogidos en las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en el Magisterio de los Papas. Pero cuando inicio ese remar mar adentro, el de Pedro, que acabamos de escuchar, tuvo perfecta conciencia que lo primero que Dios le pedía era que el mismo fuera una obra de Dios, dejando actuar en su vida a la gracia. Secundando las acción del espíritu santo en su alma – manifestada de forma expresa aquel 2 de octubre de 1928, cuando el señor le hizo “ver” qué era lo que quería de su vida, cultivo una ardiente amor a Dios y dejo nacer en el fondo de su alma una profunda vida interior, es decir aquella intimidad divina con las tres Personas de la Trinidad en su alma, que hicieron de él un maestro de la vida interior. Comenzó San Josemaría a caminar por la senda de la oración, arreció en la mortificación para preparar su débil naturaleza a la misión que Dios le pedía y se lanzó a un apostolado personal que no conoció límites ni de lugares ni de tipo de personas, ni de ambientes. Los testimonio que tenemos de los primeros años de su vocación y de su
apostolado son elocuentes.
En una entrevista concedida hace ya muchos años, decía “con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas. Las implicaciones de ese mensaje son muchas y la experiencia de la vida de la Obra me ha ayudado a conocerlas cada vez con más hondura y riqueza de matices. La Obra nació pequeña, y ha ido normalmente creciendo luego de manera gradual y progresiva, como crece un organismo vivo, como todo lo que se desarrolla en la historia. Pero su objetivo y razón de ser no ha cambiado ni cambiará por mucho que pueda mudar la sociedad, porque el mensaje del Opus Dei es que se puede santificar cualquier trabajo honesto, sean cuales fueran las circunstancias en que se desarrolla. Hoy forman parte de la Obra personas de todas las profesiones: no sólo médicos, abogados, ingenieros y artistas, sino también albañiles, mineros, campesinos; cualquier profesión: desde directores de cine y pilotos de reactores hasta peluqueras de alta moda. Para los miembros del Opus Dei el estar al día, el comprender el mundo moderno, es algo natural e instintivo, porque son ellos —junto con los demás ciudadanos, iguales a ellos— los que hacen nacer ese mundo y le dan su modernidad”.
¿Cual era el secreto?
¿Cual fue el secreto de este hombre, que al final de su vida se admiraba de que el Señor le hubiera permitido ver extendida la Obra por los cinco continentes, abarcando todo tipo de personas y ambientes?
La respuesta es a la vez sencilla y ardua. Vida Interior. Lo dejo escrito “Vida interior; santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día…; santidad, para santificar a los demás. Soñaba en cierta ocasión un conocido mío —¡nunca le acabo de conocer bien!— que volaba en un avión a mucha altura, pero no dentro, en la cabina; iba montado sobre las alas. ¡Pobre desgraciado: cómo padecía y se angustiaba! Parecía que Nuestro Señor le daba a entender que así van —inseguras, con zozobras— por las alturas de Dios las almas apostólicas que carecen de vida interior o la descuidan: con el peligro constante de venirse abajo, sufriendo, inciertas.(Hom. La Grandeza de la Vida Corriente). Recientemente, el Papa Benedicto XVI en su viaje a América nos decía: “La fe es una caminata conducida por el Espíritu Santo que se condensa en dos palabras: conversión y seguimiento. Ésas dos palabras-llave de la tradición cristiana indican con claridad, que la fe en Cristo implica una praxis de vida basada en el doble mandamiento del amor, a Dios y al prójimo, y expresan también la dimensión social de la vida cristiana” (A los Obispo de Brasil, 11 de mayo de 2007). Esas dos palabras sintetizan muy bien el camino espiritual y fundacional de San Josemaría.
Lo que legó San Josemaría a la Iglesia y especialmente a sus hijos en el Opus Dei, fue una manera de vivir, una particular fisonomía espiritual, accesible a cualquiera, que no requiere especiales métodos o sistemas, sino solamente el descubrimiento personal del amor que Dios nos tiene y la necesidad de una respuesta personal a esa llamada, cada uno desde su sitio, desde su particular realidad familiar, profesional, social, porque – como el mismo decía – se han abierto los camino divinos de la tierra. Esta es la razón sencilla por la cual su mensaje ha arraigado tan fuertemente en tantos hombres y mujeres de nuestro mundo, pues la inspiración que Dios le hizo ver era tan vieja como el evangelio y como el mimo evangelio siempre nueva. Era tomarse en serio aquel llamado del Señor, “Sed santos, como mi Padre celestial es Santo” y la afirmación paulina acerca de que la voluntad de Dios es nuestra santificación.
Queridos hermanos y hermanas, como todos los fundadores que son santos, San Josemaría no quería fundar nada y en su humildad escribió que era un fundador sin fundamento.
Y era cierto, porque el espíritu que nos ha dejado no salió de las elucubraciones de un teólogo encerrado en sus estudios, sino que de la voluntad explicita de Dios que quería volver a mostrar a sus hijos su voluntad salvifica, redescubriendo que esa salvación se encuentra en lo de todos los días, en el trabajo sencillo hecho con Amor y por Amor a Dios y al prójimo. Era volver a decirnos que la realidad misma de la vida cristiana corriente y ordinaria que viven la inmensa mayoría de los hombres y mujeres que pueblan la tierra lleva al cielo a la vida eterna, meta de cada uno de nosotros.
Un hombre que amaba profundamente a la Iglesia y al Papa
Desde lo inicios del camino fundacional que Dios le pidió, San Josemaría puso en manos de la Iglesia, por medio de su Obispo, aquel mensaje divino, porque tenía tal convicción de que el fin del Opus Dei era servir a la Iglesia, que en momento de muchas dificultades – como las que deben pasar todos los santos fundadores – en tiempos de adversidad e incomprensiones, de calumnias muy fuertes, dijo al Señor que si la Obra de Dios no era para servir a la Iglesia la destruyera inmediatamente. Amaba con pasión a la Iglesia y en los últimos años de su vida, por allá por la década de los años 70, lloraba mucho al ver las dificultades por la que estaba pasando y especialmente los errores doctrinales que se extendían y los abandonos del sacerdocio y de la vida religiosa.
Pero Dios le concedió una fe muy intensa, que arraigada firmemente en su alma, en medio del dolor, lo reafirmaba en su fe en la Iglesia y en el Papa. Por eso escribió “Fe. Necesitamos fe. Si se mira con ojos de fe, se descubre que la Iglesia lleva en sí misma y difunde a su alrededor su propia apología. Quien la contempla, quien la estudia con ojos de amor a la verdad, debe reconocer que Ella, independientemente de los hombres que la componen y de las modalidades prácticas con que se presenta, lleva en sí un mensaje de luz universal y único, liberador y necesario, divino (Pablo VI, alocución el 23-VI-1966). Cuando oímos voces de herejía -porque eso son, no me han gustado nunca los eufemismos-, cuando observamos que se ataca impunemente la santidad del matrimonio, y la del sacerdocio; la concepción inmaculada de Nuestra Madre Santa María y su virginidad perpetua, con todos los demás privilegios y excelencias con que Dios la adornó; el milagro perenne de la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, el primado de Pedro, la misma Resurrección de Nuestro Señor, ¿cómo no sentir toda el alma llena de tristeza? Pero tened confianza: la Santa Iglesia es incorruptible. La Iglesia vacilará si su fundamento vacila, pero ¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos (S. Agustín, Enarrationes in Psalmos 103, 2, 5; PL 37, 1353).
Para ninguno de nosotros se esconde que la Iglesia aun pasa por momentos difíciles, por eso hemos de pedir al Señor que nos conceda una fe inquebrantable, una fe que adhiere con firmeza a la verdad que ella nos muestra y que sigue de cerca los pasos de Jesús. Una fe segura en la Iglesia, que según la enseñanza del Papa, no puede nunca dejar de cumplir tres aspectos esenciales de su misión. Anunciar la palabra de Dios, celebrar los sacramentos de la fe y realizar un verdadero servicio a la caridad con los más pobres y necesitados, que son una porción privilegiada del rebaño de Cristo.
Esa Iglesia salida del corazón amoroso de Cristo, tenia por cabeza al Papa y San Josemaría difundió por todas partes la necesidad de que los católicos amaran al Sucesor de Pedro, fuera quien fueran, instando siempre a la oración por su persona e intenciones. Por eso escribió “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa. Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre”(Forja, 135).
Hombre de oración y acción
Hombre oración larga y de acción eficaz, “fomentó la creación de una vasta gama de iniciativas de promoción humana, que han contribuido eficazmente a la difusión del Evangelio y han logrado una amplia proyección social.” señala la Bula de canonización firmada por el Siervo de Dios Juan Pablo II. También en nuestra patria y en nuestra diócesis el espíritu del Opus Dei por el fundado a realizado muchas obras de bien, tanto al animar la vida de muchos fieles, que recurren a su intercesión y su ejemplo y siguen sus enseñanzas, como al contar con la ayuda de sacerdotes de la Prelatura que colaboran en los trabajos diocesanos, el la asistencia y formación espiritual de muchos sacerdotes de nuestro clero, en la dirección espiritual de nuestro seminario Mayor y en tantas labores de apostolados, como también con obras de bien social cuya trascendencia llega mucho mas allá de los límites diocesanos, como es el caso de los colegios Almendral y Nocedal, de La Pintana, hoy aquí presente y cuyo coro ha animado nuestra celebración de hoy. Asimismo, no puedo dejar de mencionar la ayuda invaluable que presta la Universidad de los Andes por medio de las Facultades de Medicina, Odontología, enfermería y psicología en nuestro viejo y querido Hospital Parroquial de San Bernardo, que la Iglesia diocesana cuida como una de la joyas mas preciadas con las que el Señor ha adornado nuestra iglesia particular y que realiza una maravillosa obra de bien social a favor de los habitantes de San Bernardo, sobre todos los mas necesitados y pobres.
Un recuerdo personal
Permítanme para terminar un testimonio personal de este hombre de Dios que es San Josemaria Escrivá. Lo conocí personalmente en 1974, durante su viaje apostólico a América, cuando visitó Santiago. No reunimos con él muchas veces, en grandes o pequeños grupos, y conservo de esos encuentros el recuerdo de un hombre profundamente sobrenatural pero a la vez muy humano, sencillo, simpatiquísimo, cercano, jovial y hasta divertido, lleno de un humor que contagiaba. Hombre abierto a responder lo que se le preguntaran, que a mi siempre me recuerda las palabras de Jesús sobre Natanael, “he aquí un hombre en el que no hay doblez ni engaño”. Esos encuentros consolidaron definitivamente mi deseo de entregar la vida al Señor y este Santo fundador, al que llamo familiarmente nuestro Padre, como muchos de nosotros, debo decirlo sin esconder nada, es quien anima mi deseo de servir fielmente a la Iglesia, de gastar la vida en el trabajo episcopal y su vida es para mi la huella para encontrar siempre a Jesús y a su Madre del cielo, sus don grandes amores, que también queremos que sean los de todos nosotros.
Asi sea