1. La llamada del Señor entre barcas y redes
“Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mas adentro y echad las redes para pescar”, acabamos de escuchar en el Evangelio de esta Solemne celebración Eucarística en la fiesta de San Josemaría Escrivá. Sabemos que la respuesta de Pedro fue primeramente una objeción – diríamos técnica – pues como buen pescador bien sabía que nadie sale a pescar de día y hacerlo era exponerse a no pescar nada y a las risas de sus compañeros de profesión. Pero inmediatamente Pedro reacciona, es el Señor el que le está pidiendo, mandando, echar las redes, y viene esa expresión tan maravillosa de su deseo de cumplir la voluntad de Jesús, “pero en tu nombre echaré las redes”. Conocemos el resultado de la obediencia, pues pescaron tal cantidad de peces que la barca se hundía y fue necesario llamar a los compañeros de otra a que les echaran una mano. Pedro al ver el milagro se arrojó a los pies del Señor y confesó su poquedad, pidiéndole al Señor que se alejara de el, pues era un pobre pecado. Pero Jesús acogiéndolo le anunció que sería en adelante pescador de hombres, y el evangelistas san Lucas, como queriendo expresar la decisión de Pedro y de Santiago y Juan, lo hijos de Zebedeo, dice que “ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”.
También a San Josemaría le gustaba este modo de hablar del Señor por eso escribió: “Como a Nuestro Señor, a mí también me gusta mucho charlar de barcas y redes, para que todos saquemos de esas escenas evangélicas propósitos firmes y determinados”, y comentando la escena que acabamos de escuchar, continuaba: “Nos cuenta San Lucas que unos pescadores lavaban y remendaban sus redes a orillas del lago de Genesaret. Jesús se acerca a aquellas naves atracadas en la ribera y se sube a una, a la de Simón. ¡Con qué naturalidad se mete el Maestro en la barca de cada uno de nosotros!: para complicarnos la vida, como se repite en tono de queja por ahí. Con vosotros y conmigo se ha cruzado el Señor en nuestro camino, para complicarnos la existencia delicadamente, amorosamente. Después de predicar desde la barca de Pedro, se dirige a los pescadores: duc in altum, et laxate retia vestra in capturam!, ¡bogad mar adentro, y echad vuestras redes! Fiados en la palabra de Cristo, obedecen, y obtienen aquella pesca prodigiosa. Y mirando a Pedro que, como Santiago y Juan, no salía de su asombro, el Señor le explica: no tienes que temer, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.
“Tu barca —tus talentos, tus aspiraciones, tus logros— no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que El pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique con tu egoísmo”
2. La Iglesia, camino de salvación
Quisiera en esta ocasión hacer algunas referencia al amor a la Iglesia, que se arraigo tan fuertemente en el corazón de nuestro Padre que en los últimos años de su vida terrena derramaba lágrimas de dolor al conocer los problemas y dificultades sin límites de la Esposa de Cristo y el tiempo de infidelidad de muchos por el que cruzaba. Me duelen las almas, llegó a decir, expresando así preocupación por tantos que habían perdido el camino y por miles de hombres y mujeres que no estaban recibiendo el anuncio de Jesucristo.
Como sabemos, muchos padres de la Iglesia han visto en la barca de Pedro la figura de la Iglesia que surcando las aguas turbulentas del mundo lleva en su interior, como en el Arca de Noe, a los hombres en busca del camino de la salvación y que no quieren perecer en las aguas. Ya San Cipriano, recogiendo esta figura dice que: “si alguno hubiera escapado (del diluvio) fuera del arca de Noé, entonces admitiríamos que quien abandona la Iglesia puede escapar de la condena. San Agustín resalta que “se puede tener honor, se pueden tener sacramentos, se puede cantar “aleluya”, se puede responder “amén”, se puede sostener el Evangelio, se puede tener fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y predicarla; pero nunca, si no es en el Iglesia católica, se puede encontrar la salvación y el Compendio del Catecismo de la Iglesia, regalo maravilloso que el Venerado Juan Pablo II no dejó y que el Papa Benedicto nos ha entregado, al responder a la pregunta acerca del significado de la clásica afirmación de la fe que señala que “fuera de la Iglesia no hay salvación, explica: “La afirmación «fuera de la Iglesia no hay salvación» significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por medio de la Iglesia, que es su Cuerpo. Por lo tanto no pueden salvarse quienes, conociendo la Iglesia como fundada por Cristo y necesaria para la salvación, no entran y no perseveran en ella. Al mismo tiempo, gracias a Cristo y a su Iglesia, pueden alcanzar la salvación eterna todos aquellos que, sin culpa alguna, ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan en cumplir su voluntad, conocida mediante el dictamen de la conciencia.
En los actuales momentos es muy necesario volver a meditar en la intima e inseparable unidad entre el mensaje de Jesús y al Iglesia por el fundada. «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano». El ser más profundo de la Iglesia consiste en su íntima vinculación con el Misterio salvador de Cristo, quien la ha constituido en «instrumento de redención universal» y «sacramento universal de salvación», para realizar y manifestar por medio de Ella el misterio del amor de Dios al hombre. Cristo y la Iglesia, sin confundirse, pero sin separarse, constituyen el Cristo total (Christus totus). La única Iglesia de Cristo, «constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con Él». La enseñanza del Concilio Vaticano II ha destacado tanto la continuidad que existe entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica, como los elementos pertenecientes a la Iglesia de Cristo, presentes en otras Iglesias y Comunidades eclesiales, que, por su misma naturaleza, tienden a la comunión plena.
3. El carácter sobrenatural de la Iglesia
En una Homilía pronunciada por san Josemaría en 1972, en la Fiesta de la Santísima trinidad, ya en el ocaso de su vida, escribió: “Hace falta que meditemos con frecuencia, para que no se vaya de la cabeza, que la Iglesia es un misterio grande, profundo. No puede ser nunca abarcado en esta tierra. Si la razón intentara explicarlo por sí sola, vería únicamente la reunión de gentes que cumplen ciertos preceptos, que piensan de forma parecida. Pero eso no sería la Santa Iglesia. En la Santa Iglesia los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio -Iglesia purgante-, o con los gozan ya -Iglesia triunfante- de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, transciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa -en la tierra y en el cielo alabándola como Madre”
Y continuaba “afirmémonos en el carácter sobrenatural de la Iglesia; confesémosle a gritos, si es preciso, porque en estos momentos son muchos los que -dentro físicamente de la Iglesia, y aun arriba- se han olvidado de estas verdades capitales y pretenden proponer un imagen de la Iglesia que no es Santa, que no es Una, que no puede ser Apostólica porque no se apoya en la roca de Pedro, que no es Católica porque está surcada de particularismos ilegítimos, de caprichos de hombres. No es algo nuevo. Desde que Jesucristo Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada. Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia”.
Cuando en algunos ambientes eclesiales es evidente el intento de separar en la Iglesia lo que sería la comunidad de los cristianos, con sus vivencias y su sentimientos, de la autoridad que el mismo Cristo quiso para ella, formada por Pedro y los Apóstoles, por Benedicto y los Obispo en comunión con él, resultan muy claras las palabras que recientemente han dado a conocer los Obispo de una nación hermana al señalar: “A través de estas manifestaciones se ofrece una concepción deformada de la Iglesia, según la cual existiría una confrontación continua e irreconciliable entre la “jerarquía” y el “pueblo”. La jerarquía, identificada con los obispos, se presenta con rasgos muy negativos: fuente de “imposiciones”, de “condenas” y de “exclusiones”. Frente a ella, el “pueblo”, identificado con estos grupos, se presenta con los rasgos contrarios: “liberado”, “plural” y “abierto”. Esta forma de presentar la Iglesia conlleva la invitación expresa a “romper con la jerarquía” y a “construir”, en la práctica, una “iglesia paralela”. Para ellos, la actividad de la Iglesia no consiste principalmente en el anuncio de la persona de Jesucristo y la comunión de los hombres con Dios, que se realiza mediante la conversión de vida y la fe en el Redentor, sino en la liberación de estructuras opresoras y en la lucha por la integración de colectivos marginados, desde una perspectiva preferentemente inmanentista.
Continúa la Instrucción de los Obispo de España: “Es necesario recordar, además, que existe un disenso silencioso que propugna y difunde la desafección hacia la Iglesia, presentada como legítima actitud crítica respecto a la jerarquía y su Magisterio, justificando el disenso en el interior de la misma Iglesia, como si un cristiano no pudiera ser adulto sin tomar una cierta distancia de las enseñanzas magisteriales. Subyace, con frecuencia, la idea de que la Iglesia actual no obedece al Evangelio y hay que luchar “desde dentro” para llegar a una Iglesia futura que sea evangélica. En realidad, no se busca la verdadera conversión de sus miembros, su purificación constante, la penitencia y la renovación, sino la transformación de la misma constitución de la Iglesia, para acomodarla a las opiniones y perspectivas del mundo. Esta actitud encuentra apoyo en miembros de Centros académicos de la Iglesia, y en algunas editoriales y librerías gestionadas por Instituciones católicas. Es muy grande la desorientación que entre los fieles causa este modo de proceder.
4. El fin de la Iglesia
San Josemaría fue un hombre que amó profundamente a la Iglesia, vivió unido estrechamente al Papa, al que gustaba llamar con frase de Santa Catalina de Siena “el dulce cristo en la tierra” y era tal su veneración por el Romano Pontífice, que cuando en diversa ocasiones de su vida pudo estar con alguno de ellos, sea Pío XII, Juan XXIII o el Papa Paulo VI, su emoción se expresaba externamente y se hacía notoria para los demás, porque su fe inundaba su vida de tal manera que para él era evidente que encontraría al mismo Cristo, a su Vicario entre nosotros.
Escribió con trazo firme, en tiempos en que como ahora también se intentaba cambiar el fin de la Iglesia. “San Pablo, en el primer capítulo de la epístola a los Efesios, afirma que el misterio de Dios, anunciado por Cristo, se realiza en la Iglesia. Dios Padre ha puesto todas las cosas bajo los pies de Cristo y le ha constituido cabeza de toda la Iglesia, que es su cuerpo, y en la cual aquel que lo completa todo en todos halla el complemento [Eph I, 22-23.]. El misterio de Dios es restaurar en Cristo, cumplidos los tiempos prescritos, todas las cosas de los cielos y las de la tierra [Eph I, 10.]. Un misterio insondable, de pura gratuidad de amor: porque nos escogió antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mancha en su presencia, por la caridad [Eph I, 4.]. No tiene límites el Amor de Dios: el mismo San Pablo anuncia que el Salvador Nuestro quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad [1 Tim II, 4.]”.
“Este, y no otro, es el fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para eso el Padre envió al Hijo, y yo os envió también a vosotros [Ioan XX, 21.]. De ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en el alma habite, por la gracia, la trinidad Beatísima: a mí se me ha otorgado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñando a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos de que yo permaneceré continuamente con vosotros hasta la consumación de los siglos [Mt XXVIII, 18-20.]”
“Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los Sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia. Todo lo demás es secundario”.
El Papa Benedicto, al escribirnos su primera Encíclica sobre el Amor de Dios, ha querido dejar también escrito que la misión de la Iglesia tiene elementos esenciales que nunca puede dejarse de lado: “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra. Para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia”.
La salvación de las almas, que es la suprema ley de la vida de la Iglesia, exige que nosotros los católicos nos ocupemos del hombre completo, en su unidad y para ello es necesario tanto atender a las pobrezas del cuerpo como de las de alma, ambas hoy necesitadas de la enseñanza y la presencia del Señor Jesús. Organizar comedores para los hermanos y hermanas que no tiene lo suficiente es necesario y son cientos las personas que diariamente son atendidas en nuestro comedores parroquiales, donde la mano silenciosa de muchas personas prepara e alimento del cuerpo a los que sienten hambre pero esas mismas manos son las que enseñan a miles y miles de niños y jóvenes en nuestras parroquias y escuelas la fe en Jesucristo, sin recortes, sin apresuramientos, contando todos eso niños mas pobres con libros y materiales adecuados para conocer a Cristo. Así como casi un millar de pobres come en la Iglesia, así también, casi 20.000 niños y jóvenes de nuestra educación tiene hoy un texto de religión adecuado y otros miles se preparan a recibir sus sacramentos con buenos textos. Ni una obra sólo espiritualista, que se contentaría sólo con la devoción y la piedad, ni una obra social que quedaría tranquila con dar solución a algunos problemas sociales acuciantes, expresa la verdadera caridad de la Iglesia. Anuncio de la Palabra, celebración de los sacramentos y servicio a la caridad, son la trilogía católica que estamos llamados a llevar adelante y que con la gracia de Dios, humildemente, creemos que estamos realizando.
Queridos hermanos, la celebración de la fiesta de San Josemaría pone ante nuestros ojos la vida de un hombre completo, donde se descubre al hombre entregado en cuerpo y alma a la misión que Dios le mostró el 2 de octubre de 1928, anunciar a todos los hombres y mujeres de nuestro mundo, que todos los caminos de la tierra son caminos de santidad y que la llamada de Jesús a la perfección ha sido sembrada en todos los corazones humanos. Hoy, desde esta Cátedra de la Iglesia de San Bernardo, quiero agradecer a Dios el regalo de este Santo y al mismo tiempo agradecer a los miembros de la Prelatura del Opus Dei que viven y trabajan en San Bernardo, su apostolado silencioso y eficaz con tantas personas que descubren en el espíritu de la Obra un nuevo sentido a su vida y a su llamada a la santidad. Al mismo tiempo, agradezco a los sacerdotes de la Prelatura que nos ayudan en la formación de nuestros seminaristas y en el acompañamientos de muchos sacerdotes que encuentran en estos hermanos su apoyo y su consuelo en la ardua tarea de anuncia el Evangelio a nuestro mundo, a nuestras familias y a todos los hombre de buena voluntad.
Que Josemaría Escrivá, no siga guiando y ayudando desde el cielo.
Así sea.