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Carta a los Sacerdotes, Marzo 2011

firma1Queridos sacerdotes

Las recientes decisiones de la Congregación para la Doctrina de la Fe en relación con la culpabilidad y penas aplicadas al pbro. Fernando Karadima por graves delitos cometidos en contra de terceras personas, algunas menores de edad, deben ser para toda la comunidad eclesial motivo de reflexión y meditación y en especial para nosotros los sacerdotes. Quisiera compartirles, fraternalmente, algunas breves consideraciones que como padre y pastor de esta comunidad diocesana he reflexionado en estos días, sabiendo que siempre todo contribuye al bien para los que aman a Dios y que en la esperanza vivimos, de manera que aunque ocurran hechos muy desgraciados que es necesario rechazar, al final nos permiten volver con mas fuerza al Señor, que es nuestra única salvación.

1. En primer lugar, es necesario desagraviar y hacer penitencia ante Dios por estas y otras faltas especialmente graves cometidas por los ministros de Dios y por nuestros propios pecados. “Haga cada cual desfilar la vida pasada ante sus ojos, y veremos cuánta necesidad tenemos todos de penitencia” (Santo Cura de Ars. Sobre la penitencia). Quizá es un buen momento para comenzar a hablar y predicar con mayor fuerza de la necesidad de la penitencia y de examinar como la practicamos en nuestra vida sacerdotal, porque, de alguna manera, ocurre en cada uno aquello que nos advierte san Juan: “Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estarla en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad” (1 Juan 1, 8-9). De la mano de este reconocimiento va la necesidad de ser hombres penitentes y de confesión habitual, lo que, a su vez, estará muy relacionado, como lo enseñan los autores espirituales, con que seamos buenos confesores. Pongámonos, pues, mas a disposicion de los fieles para atender este sacramento, hoy mas necesario que nunca.

2. Luego, hemos de pedir al Señor que nos conceda la capacidad de comprender que estas graves faltas han dejado heridas en el alma de muchas personas, provocando las más de las veces el alejamiento de Dios y de la Iglesia. Seguramente algunas de ellas eran comple-tamente inocentes. Esas heridas se refieren a los que fueron directamente afectados por los hechos delictuales y, luego, a muchas personas que, con justa razón, se han escandalizado por los dolorosos acontecimientos que hemos vivido en estos meses y que han culminado con la gravísima sanción aplicada por la Santa Sede. Oremos por esas personas. El Papa Benedicto ha querido expresarnos esta necesidad de comprensión y – cuando sea del caso – cercanía, reuniéndose en muchos de sus viajes con las victimas de esos abusos. Es un ejemplo fuerte. Nosotros con nuestras acciones – con la gracia de Dios no de la gravedad de las que comen-tamos – también herimos a otros; hermanos sacerdotes, miembros de la comunidad, parientes, personas cercanas o lejanas, etc. y hemos de saber también pedir humildemente perdón. Preguntémonos acerca de las veces que hemos pedido perdón y quizás sean muy pocas, para los innumerables pecados y ofensas contra el prójimo que cometemos.

3. Un aspecto que ha estado presente en mi meditación de estos días es la consideración de que si nos abandonamos de la mano de Dios, somos capaces de todos los errores y horro-res que el mas vil de los hombres puede cometer. San Agustín, comentando el Salmo 68 dice que “la profundidad del pozo de la miseria humana es grande; y si alguno cayera allí, cae en un abismo. Sin embargo, si desde ese estado confiesa a Dios sus pecados, el pozo no cerrará la boca sobre él (…). Hermanos, hemos de temer esto grandemente. Desdeñada la confesión, no habrá lugar para la misericordia”. (Comentario sobre el Salmo 68). También esta realidad debe ser motivo de nuestra meditación con ocasión de los lamentables aconte-cimientos que cometamos. Ninguno está confirmado en la gracia, lo sabemos, porque es “Dios es el que obra en ustedes el querer y el actuar conforme a su beneplácito”. (Flp 2, 13.) Pero ello implica cultivar y vivir en esa intimidad por la cual Dios mismo establece su morada dentro de cada uno de nosotros. (Cfr Jn 14.23). De aquí, querido hermanos, surge la nece-sidad y el imperativo de cultivar y desarrollar una seria y profunda vida interior personal y comunitaria para vivir siempre en estado de gracia. “Este estado será el nuestro desde el momento en que, a pesar de vivir en la carne, no obremos ya según la carne, porque hayamos empezado a militar en las filas del Señor. Entonces podremos con toda verdad realizar aquella palabra de San Pablo: Somos ya ciudadanos del cielo” (Fil 3, 20) (Casiano, Colaciones, 3, 7). Cada sacerdote tiene obligación ante Dios y ante la comunidad, de vivir en esa gracia, lo que implica una lucha interior seria y vigilante para no dejar entrar la tibieza, cumpliendo la advertencia paulina: “sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor”. (Rom 12, 11). Porque a todos nos acecha el peligro de la tibieza, que viene – con particular fuerza – cuando ya llevamos unos años de servicio sacer-dotal. Por eso hemos de estar atentos, pues “vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente buscando a quién devorar”. (1 Pedro 5,8), y nosotros estamos en la primera línea de esa búsqueda. No es la vida sacerdotal para hombres perfectos, sino que todos somos pecadores y caemos, pero “lo grave no es que quien lucha caiga, sino que permanezca en la caída; lo grave no es que uno sea herido en la guerra, sino desesperarse después de recibido el golpe y no curar la herida” (San Juan Crisóstomo, Exhortación a Teodoro, 1).

4. ¿Como no abandonarnos en la vida espiritual? Me atrevo a decir que aquel de nosotros que cuida y distribuye sus tiempos de manera que por la mañana y por la tarde, según las realidades personales, dedica tiempos largos a la oración mental tiene casi asegurado el auxilio divino para no caer el la tibieza “A causa de las numerosas obligaciones muchas veces procedentes de la actividad pastoral, hoy más que nunca, la vida de los presbíteros está expuesta a una serie de solicitudes, que lo podrían llevar a un creciente activismo exterior, sometiéndolo a un ritmo a veces frenético y desolador”.(DVP, 40). “Contra tal tentación no se debe olvidar que la primera intención de Jesús fue convocar en torno a sí a los Apóstoles, sobre todo para que “estuviesen con él” (Mc 3, 14). Siguiendo el ejemplo de Cristo, el sacerdote debe saber mantener vivos y frecuentes los ratos de silencio y de oración, en los que cultiva y profundiza en el trato existencial con la Persona viva de Nuestro Señor Jesús”(Ibid). Por esta razón hemos ido dotando las casas sacerdotales de un pequeño oratorio cómodo y adecuadamente ubicado, para facilitar así una necesidad que a todos algunas veces se nos hace cuesta arriba. Esas pequeñas Capillas, donde está El escondido bajo las Especies Sacramentales, han de ser el centro de nuestras casas y hemos de esmerarnos por acompañar-lo, pues si nosotros necesitamos del Señor, el mismo Jesús también “necesita” estar con no-sotros para comunicar nos sus planes y la fuerza necesaria para nuestros trabajos apostólicos.

5. Esta necesidad de lucha interior, tan evidente en todo tiempo pero más ahora, nos lleva de la mano a otra consideración que ya en otras ocasiones les he hecho: hemos de buscar la ayuda de otro hermano que nos oriente en esas luchas, porque el espíritu propio es mal consejero siempre y especialmente en la vida espiritual. Por eso el libro del Eclesiástico dice “trata a un varón piadoso, de quien conoces que sigue los caminos del Señor, cuyo corazón es semejante al tuyo y te compadecerá si te ve caído. Y permanece firme en lo que resuelvas, porque ninguno será para ti mas fiel que el. El alma de este hombre piadoso ve mejor las cosas que siete centinelas en lo alto de una atalaya. Y en todas ellas ora por ti al Altísimo, para que te dirija por la senda de la verdad”. (Eclo 37, 15-19). Podemos llejvar años de servicio sacerdotal y esta necesidad sigue siendo apremiante y, mas todavía, una exigencia a la que tiene derecho los fieles que esperan con justicia un ejemplo de vida sacerdotal que mueva a toda la comunidad a la santidad de vida y a un trabajo apostólico eficaz. El Directorio para la vida de los presbíteros lo señala con claridad: “Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es necesario que los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección espiritual. Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio, madurarán desde los primeros pasos de su ministerio – la conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la elección de la persona a la que confiarán la dirección de la propia vida espiritual” (n.54).

6. También los últimos sucesos me han hecho reflexionar acerca de la necesidad de me-jorar en la vivencia de la fraternidad y comunión sacerdotal en nuestro presbiterio. Se trata de una tarea y misión permanente de cada uno de nosotros. “El concepto de comunión está “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia”, en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe, y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra” (Carta sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comu-nión, 2). Esa comunión se da entre la Iglesia triunfante, la purgante y la que milita en esta tierra y Dios y entre los miembros de la Iglesia entre si. “Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios, como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios, establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los hombres entre sí. En consecuencia, el concepto de comunión debe ser capaz de expresar también la naturaleza sacramental de la Iglesia mientras “caminamos lejos del Señor”, así como la peculiar unidad que hace a los fieles ser miembros de un mismo Cuerpo, el Cuerpo místico de Cristo, una comunidad orgánicamente estructurada, “un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, dotado también de los medios adecuados para la unión visible y social”. (Ibíd. 3.1). Es necesario que todos mejoremos la comunión en nuestro presbiterio y para ello se requiere una cierta reflexión teológica y pastoral
Leamos y meditemos con calma, de nuevo, algo de lo que lo que en esta materia nos enseñó el Concilio Vaticano II: “Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el Obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado. Todos tienden, ciertamente, a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exigen múltiples trabajos y nuevas adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesano o religiosos, se ayude mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad. Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad; esto lo expresa ya la Liturgia desde los tiempos antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a impo-ner sus manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el Obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía con corazón unánime. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre(…). Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores; pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos. Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad, practiquen la beneficencia y la asistencia mutua, preocupándose, sobre todo, de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria y de los que se ven perseguidos. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, recordando aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los Apóstoles cansados: “Venid a un lugar desierto, y descansad un poco” (Mc. 6,31). Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común; donde sea posible, mesa común o, a lo menos, frecuentes y periódicas reuniones. Hay que tener también en mucha estima y favorecer diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, por una ordenación apta y convenientemente aprobada de la vida y por la ayuda fraterna, pretenden servir a todo el orden de los presbíteros. Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente si es necesario. Manifiesten siempre caridad fra-terna y magnanimidad para con lo que erraron en algo, pidan por ellos insistentemente a Dios y muéstrense en realidad como hermanos y amigos” (PO 8).
Vivir la unidad y aceptar la diversidad de maneras de ser y trabajar es una exigencia para cada uno de nosotros. Esto es particularmente necesario en una Iglesia diocesana nueva, en plena formación, donde la procedencia de los presbíteros es diversa y donde aún estamos trabajando para ir estableciendo los organismos de comunión que son necesarios y que están dispuestos en el derecho. Participar en ellos, asistir siempre y sin excepción a las reuniones del presbiterio, de las zonas y los decanatos y a otras que se establezcan, es no sólo una obli-gación, sino una expresión del deseo de contribuir a la comunión y a la fraternidad entre no-sotros. Sacar adelante las tareas pastorales propias y dedicar tiempo a aquellos encargos que están más directamente relacionados con las tareas comunes de toda la diócesis en un área, son expresiones de comunión que hoy debemos vivir con particular delicadez.
En resumen, hemos de ser exigente para vivir el llamado del Apóstol de estar siempre “solícitos en conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.” (Ef. 3, 3.). Superar divisiones, establecer puentes de comunión entre nosotros, vencer prejuicios que siempre exis-ten, aceptar a cada uno como es, ser heroicos en la determinación de vivir ordenadamente la caridad y el amor, que siempre comienza por nuestros hermanos sacerdotes es hoy más necesario que nunca. Si hemos tenido que llorar la perdida de hermanos nuestros que han dejado su camino, ninguno puede sentirse exento de algo de responsabilidad, pues muchas veces no hemos sido capaces y valientes para estar en el momento y lugar oportuno y ayudar al que duda o levantar al que ha caído está por caer.

Queridos hermanos sacerdotes, les ofrezco con toda humildad estas consideraciones. A ellas he llegado meditando yo mismo en nuestro servicio y en nuestra amada diócesis de San Bernardo, en la cual con tanta abnegación, sacrificio y alegría uds. sirven al Señor. Pido a todos leerlas con calma y sacar de ellas consecuencias efectivas para nuestro servicio pastoral y nuestra comunión eclesial.

Les agradece su servicio pastoral y bendice en nombre del Señor Jesús

+ Juan Ignacio, Obispo de San Bernardo