El año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Felipe tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el Pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto.
Éste comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados, las montañas y las colinas serán aplanadas.
Serán enderezados los senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos.
Entonces, todos los hombres verán la Salvación de Dios 1.
La antífona de entrada, canto con el cual comienza la liturgia de la Misa, en Adviento nos trae palabras muy lindas del Antiguo Testamento que resumen y expresan la expectación y el deseo vehemente que tenía el pueblo elegido, sobre todo en las almas más perfectas del “resto” de Israel, con respecto a la venida del Mesias.
¡Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen la justicia!
¡Que se abra la tierra y produzca la salvación…2!
Toda la naturaleza -como luego va a recordar san Pablo- estaba sufriendo porque hecha por Dios para servir al hombre a los efectos de que por medio de ella se vinculara con su Creador, en cambio era el instrumento y el escenario en el cual, a partir del pecado original, el hombre realizaba no su buena relación con Dios, no la gloria de Dios, no el servicio de Dios sino todo lo contrario: la ofensa de Dios y el mal del hombre. La misma naturaleza clamaba por el cambio de las cosas, clamaba porque viniera el justo.
Y el Adviento ha sido puesto por la Iglesia precisamente para ir haciendo crecer en nosotros el deseo vehemente y la preparación digna -condigna, lo más aproximada posible a lo adecuado- para poder recibir a Aquél a quien debemos estar deseando.
A Jesucristo Nuestro Señor lo tenemos no sólo en la Eucaristía, no sólo espiritualmente en el Cuerpo Místico, sino que esperamos tenerlo dentro de nuestra alma de un modo particular por la gracia santificante.
Pero hay grados y grados de presencia de Jesucristo en nuestro interior.
Hay un grado muy perfecto que es aquél que podía con toda verdad decir san Pablo de él mismo y que tantas veces hemos recordado: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí 3. El apóstol hasta tal punto le había dejado a ese Jesucristo que sabía que estaba en su interior el propio terreno, la propia libertad; hasta tal punto prestaba permanentemente oído a la voz de Jesucristo y los pensamientos de san Pablo no eran sino los que le sugería el Señor; y lo mismo se daba en sus juicios y sus valores y sus sentimientos y toda su actitud interior, y como consecuencia de eso en su conducta externa.
A nosotros nos falta mucho para estar en este grado.
Pero, tampoco san Pablo había alcanzado la plenitud. Ningún hombre mientras esté en la tierra va a tener el grado máximo de sometimiento a Dios, de dejarse manejar por El para su propio bien y para su propia felicidad. Siempre en la tierra podemos crecer más.
También san Pablo tenía que esperar “cada Navidad” para que en él se produjera un avance sustancial, un nuevo nacimiento de Jesucristo, en cuanto el nuevo estado que el Señor adquiriera dentro de él a partir de esa Navidad significara una posesión mucho más plena de su interior por parte de Jesucristo.
Si san Pablo tenía que esperar la renovación del misterio del nacimiento con toda ilusión, con todo el deseo y la actitud sincera de poner los medios para que el Señor cuando renovara su venida no encontrara en el Apóstol ningún obstáculo a una toma de posesión más plena, ¡cuánto más tenemos que hacerlo nosotros!
Y repitamos una vez más: las fiestas de la Iglesia son sacramentales. Es decir, no sólo conmemoran sino traen, ellas mismas, la gracia que significan.
Cuando celebremos Navidad, no sólo vamos a recordar, no sólo vamos a pensar en el nacimiento de Jesucristo sino que vamos a ser testigos y beneficiarios de un nuevo nacimiento de Jesucristo en nuestro interior, en la medida en la cual nos hayamos dispuesto a celebrar esa fiesta con la mejor actitud.
El texto del Evangelio de san Lucas nos trae a san Juan Bautista, cuando el Precursor nos señala cuál debe ser nuestra disposición de preparación para la venida de Jesucristo.
¿En qué consiste lo fundamental? En preparar los caminos hacia Jesucristo, en hacer rectos sus senderos.
Lo primero es la rectitud. Esto implica la buena disposición de la voluntad. No tiene mayor importancia el que nos equivoquemos. Lo que está mal es que nos aferremos a cualquier cosa equivocada por más pequeña que sea. Lo que está mal es que no queramos mirar a la derecha por temor de que Dios allí nos esté haciendo señas. Lo que está mal es que tapemos el oído para no oír la voz de Dios que nos pueda comprometer. Lo que está mal es no decirle a Dios que sí ante una cosa pequeña por temor a que se tome demasiada confianza y nos pida una cosa mayor, o que detrás de una cosa pequeña nos pida otra y así sucesivamente nos vaya como atando en una cadena de requerimientos.
Ser rectos y a la vez ser generosos. Saber que si somos rectos Dios nos va a dar toda la fuerza necesaria para ir respondiendo a lo que El nos pida.
Lo primero es eso: la rectitud.
Y junto con esa rectitud, la humildad. Esa humildad que el texto nos recuerda gráficamente: Que todas las montañas y todas las colinas se abajen4. No se puede construir una carretera importante si una serie de montañas se interponen: a esas montañas hay que sacarlas, terraplenarlas o hay que horadarlas. Y la peor montaña que se opone a que el camino del Señor llegue a nosotros es el orgullo, es el creernos dueños de nuestras cosas, dueños de nuestros fines, de nuestros medios, dueños -a lo mejor- de vivir de todo lo nuestro.
No podemos ser rectos y hacer lo que Dios quiere si no comenzamos por ser humildes, por reconocer que todo lo que tenemos no nos pertenece y que, por lo tanto, Dios tiene pleno derecho a mandarnos y a pedirnos cualquier cosa. Además, con la convicción de que lo que nos mande y lo que nos pida va a ser siempre, en definitiva, para nuestra felicidad, para esa felicidad infinita, en cierto grado, en el cielo.
¿Qué más?
El mismo texto nos lo dice. Luego, de prepararnos y de aspirar a que venga el Señor, de desearlo intensamente con buena voluntad, con rectitud, es decir, con disposición de hacer lo que Dios quiera, con humildad de bajar cualquier montaña, sigue el texto: Hay que rellenar los valles 5. Tampoco puede haber un camino si se encuentra con precipicios y abismos. Y rellenar las hondonadas es tener en las manos y primero en el corazón, algunas obras buenas.
Jesucristo nos dijo: No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo 6.
Toda la Sagrada Escritura está llena de recomendaciones que nos dicen que traduzcamos nuestros buenos sentimientos y nuestra buena voluntad -esa rectitud, esa disposición- en obras, en hacer nuestro deber, lo que Dios nuestro Señor aquí y ahora -por más pequeño que sea- nos esté pidiendo en materia de conducta, respecto de las tareas que debemos emprender o que tenemos entre manos; y también en materia de nuestra piedad, de oración, de nuestra relación con Él. No podemos decir que somos rectos y queremos que venga el Señor, que queremos que Él nos mande lo que quiera y no poner de nuestra parte ningún esfuerzo por la oración, por ponernos en contacto con Él, por darle a Dios oportunidad para que pueda hablarnos, para que pueda decirnos lo que quiere.
Y una vez que se ha trabajado el camino recto, que se han bajado los obstáculos, que se han llenado las deficiencias, las ausencias, entonces llega el momento de terraplenar, de pulir las piedras, los pequeños escollos del camino. Y a ello también hace referencia este texto.
Esos escollos para pulir se refieren, sobre todo, a nuestras relaciones con el prójimo. Jesucristo también quiere que quitemos todo aquello que es demasiado anguloso, todo aquello que molesta al prójimo, aquello que impide al prójimo tener la alegría necesaria para recibirlo a Él.
Así entonces, si cuidamos estas cosas, cuando venga el Señor el día de Navidad, de un modo místico pero real, de un modo espiritual, de un modo sobrenatural lo hará para entrar plenamente en nuestra alma -por lo menos con una plenitud mucho mayor- para que nos vayamos aproximando aquí en la tierra al ideal de san Pablo, y así nos preparemos a la vida infinitamente feliz de la total posesión de Dios en el cielo.
Padre Luis María Etcheverry Boneo