Pregunta: – Santidad, soy Mathias Agnero y vengo de África, precisamente de Costa de Marfil. Usted es un Papa teólogo, mientras que nosotros, cuando podemos leemos apenas algún libro de teología para la formación. Sin embargo, nos parece que se ha creado una ruptura entre teología y doctrina y – peor todavía – entre teología y espiritualidad. Se siente la necesidad de que el estudio no sea sólo académico sino que alimente nuestra espiritualidad. Sentimos la necesidad de eso en el mismo ministerio pastoral. A veces la teología no parece que tenga a Dios al centro y a Jesucristo como primer “lugar teológico”, sino los gustos y las tendencias difundidas; y la consecuencia es la proliferación de opiniones subjetivas que permiten que se introduzca un pensamiento no católico incluso dentro de la Iglesia. ¿Cómo no desorientarnos en nuestras vidas y en nuestro ministerio, cuando es mundo el que guía la fe y no a la inversa? ¡Nos sentimos “descentrados”!
Respuesta Santo Padre: – Usted toca un problema muy difícil y doloroso. Hay realmente una teología que quiere sobre todo ser académica, presentarse científica y que olvida la realidad vital, la presencia de Dios, su presencia en medio de nosotros, su hablar hoy, no sólo en el pasado. Ya Buenaventura distinguió dos formas de teología, en su tiempo; dijo: “Hay una teología que viene de al arrogancia de la razón, que quiere dominar todo, que hace que Dios pase de ser sujeto a ser objeto de nuestro estudio, cuando debería ser sujeto que nos habla y nos guía”.
Existe realmente este abuso de la teología, que es arrogancia de la razón y no nutre la fe, sino que oscurece la presencia de Dios en el mundo. Aparte, existe una teología que quiere conocer más por amor al amado, es estimulada por el amor y guiada por el amor, quiere conocer más al amado. Y esta es la verdadera teología, que viene del amor de Dios, de Cristo y quiere entrar más profundamente en comunión con Cristo.
En realidad, las tentaciones, hoy, son grandes; sobre todo, si imponen la llamada “visión moderna del mundo” (Bultmann: “modernes Weltbild”), que se convierte en el criterio de cuanto sería posible e imposible. Y así, precisamente con este criterio que todo es como siempre, que todos los acontecimientos históricos son del mismo tipo, se excluye precisamente la novedad del Evangelio, se excluye la irrupción de Dios, la verdadera novedad que es la alegría de nuestra fe.
¿Qué hacer? Yo diría antes que nada a los teólogos: tengan valor. Y quisiera darles un gran “gracias” a tantos teólogos que hacen un buen trabajo. Hay abusos, lo sabemos, pero en todas partes del mundo existen muchos teólogos que viven verdaderamente de la Palabra de Dios, se nutren de la meditación, viven la fe de la Iglesia y quieren ayudar para que la fe esté presente en nuestro hoy.
Y diría a los teólogos en general: “¡No tengan miedo de este fantasma del cientificismo!”. Yo sigo la teología desde 1946; comencé a estudiar la teología en enero de 1946 y por lo tanto he visto casi tres generaciones de teólogos, y puedo decir: las hipótesis que en aquel tiempo y luego en los años sesenta y ochenta eran las más nuevas, absolutamente científicas, absolutamente casi dogmáticas, en el ínterin envejecieron y ya no valen más. Muchas de ellas se presentan casi ridículas. Por lo tanto, tener el coraje de resistir al aparente cientificismo, de no someterse a todas las hipótesis del momento, sino pensar realmente a partir de la gran fe de la Iglesia, que está presente en todos los tiempos y nos abre el acceso a la verdad. Sobre todo, también, no pensar que la razón positivista, que excluye lo trascendente – que no puede ser accesible – se la razón auténtica. Esta razón débil, que tiene presenta sólo las cosas que se pueden experimentar, es realmente una razón insuficiente. Nosotros teólogos debemos usar la razón grande, que está abierta a la grandeza de Dios. Debemos tener el coraje de ir más allá del positivismo a la cuestión de las raíces del ser.
Esto me parece de gran importancia. Por lo tanto, es necesario tener el valor de la grande, amplia razón, tener la humildad de no someterse a todas las hipótesis del momento, vivir de la gran fe de la Iglesia de todos los tiempos. No hay una mayoría contra la mayoría de los santos: la verdadera mayoría son los santos en la Iglesia y a los santos debemos orientarnos.
Luego, a los seminaristas y a los sacerdotes les digo lo mismo: piensen que la Sagrada Escritura no es un libro aislado: es viviente en la comunidad viviente de la Iglesia, que es el mismo sujeto en todos los siglos que garantiza la presencia de la Palabra de Dios. El Señor nos ha dado la Iglesia como sujeto vivo, con la estructura de los obispos en comunión con el Papa, y esta gran realidad de los obispos del mundo en comunión con el Papa nos garantiza el testimonio de la verdad permanente. Tenemos confianza en este magisterio permanente de la comunión de los obispos con el Papa, que representa para nosotros la presencia de la Palabra; tenemos confianza en la vida de la Iglesia.
Y luego debemos ser críticos. Ciertamente la formación teológica – esto se lo digo a los seminaristas – es muy importante. En nuestro tiempo debemos conocer bien la Sagrada Escritura, también en contra de los ataques de las sectas; debemos ser realmente amigos de la Palabra. Debemos conocer también las corrientes de nuestro tiempo para poder responder razonablemente, para poder dar – como dice san Pedro – “razón de nuestra fe”. La formación es muy importante. Pero debemos ser también críticos: el criterio de la fe es el criterio con el cual debemos ver también a los teólogos y las teologías. El Papa Juan Pablo II nos ha donado un criterio absolutamente seguro en el catecismo de la Iglesia Católica: aquí vemos la síntesis de nuestra fe, y este catecismo es verdaderamente el criterio para ver dónde va una teología aceptable o no aceptable. Por lo tanto, recomiendo la lectura, el estudio de este texto, y así podremos ir adelante con una teología crítica en el sentido positivo, es decir, contra las tendencias de la moda y abierta a las auténticas novedades, a la profundidad inagotable de la Palabra de Dios, que se revela nueva en todos los tiempos, incluso en el nuestro.