El ambiente de Navidad se ha tomado ya nuestras calles y el comercio. En muchas casas la Corona de Adviento, el pesebre y los árboles de pascua anunciando las fiestas navideñas. Nos vamos acostumbrados al tiempo festivo que prepara la llegada del Señor. También la Iglesia en su liturgia nos anuncia el gran acontecimiento del Nacimiento del Hijo de Dios entre los hombre mediante el Tiempo de Adviento. Pero la gran pregunta es si logramos que nuestro corazón, nuestra vida y nuestra sociedad reciba verdaderamente el Señor y aceptemos su mensaje de salvación. En más de alguna ocasión el Papa Benedicto XVI nos ha advertido de que estamos en un mundo que pareciera querer alejarse de Dios. Nos declaramos cristianos, pero no siempre vivimos según lo que confesamos. Las palabras no están conformes con los hechos. Y algunas veces, más aún, los hechos contradicen nuestras propias palabras y lo que confesamos con ellas.
Estamos en el Año de la Fe y es bueno preguntarse qué significado puede representar para nosotros este tiempo de gracia al que la Iglesia nos convoca, particularmente frente a esta realidad maravillosa de que Dios, en su Segunda Persona, haya querido bajar a la tierra para vivir como nosotros. Miramos el pesebre, muchos de ellos inundan las tiendas, calles y casas. Un niño recién nacido, envuelto en pañales y acompañados por su Madre y por San José, padre adoptivo del Hijo de Dios. Armamos nuestro pesebre con cariño, gracia y algunas veces con mucha arte y cada uno imagina esa gruta o casa donde está el Niño de diversas maneras. Y entonces vuelve a surgir otra pregunta acerca de cómo preparamos nuestro propio corazón para aceptar a este pequeño Niño Dios recién nacido. Para responderla adecuadamente es necesaria una pregunta anterior. ¿Para qué se encarnó el Hijo de Dios? Y las escrituras nos responden: el Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5). Y un escritor de los primeros siglos enseña “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?” (San Gregorio de Nisa)
Nos enseña la Iglesia que “el Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí… “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34)”. “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios”. “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. (Sto. Tomás de Aquino)
Es posible que estas afirmaciones nos dejen un poco asombrados y hasta un tanto incrédulos. Pero son verdaderas. Dios mismo quiere que nosotros, pobre hombres y mujeres de esta tierra, entremos en comunión con Él, lo conozcamos, lo amemos y vivamos con Él. Si, difícil tarea. Pero se llega a ella por la humildad; por la sencilla petición a Dios que nos haga comprender sus designios. No se comprende el amor de Dios desde la soberbia o desde la sola inteligencia. Se comprende desde la contemplación y la humilde exclamación ante el pesebre !Señor, auméntanos la fe, la esperanza y el amor¡ Vayamos al pesebre no a descubrir las maravillas del arte humano para representar la grandeza Divina, sino desde la humildad de la criatura que acepta la necesidad de ser salvada, guiada y conducida por el Padre Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, a la Vida Eterna. Y sólo así comenzaremos a comprender qué hacen en esa pequeña gruta olvidada María y José, y qué esos sencillos animales, que a su modo, también adoran al Niño que ha nacido. El camino que lleva al pesebre es la humildad del corazón.
+ Juan Ignacio González, Obispo de San Bernardo
(Editorial Revista Iglesia en San Bernardo, Diciembre 2012)