El miércoles 18 de febrero se inicia el tiempo de Cuaresma, es decir, los 40 días que culminan con la celebración de los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Es un tiempo en que la Iglesia nos pide poner nuestra especial atención en el misterio de la Cruz, que se encuadra en el marco general del proyecto de Dios y de la venida de Jesús al mundo.
El sentido de la creación está dado por su finalidad sobrenatural, que consiste en la unión con Dios. Sin embargo, el pecado alteró profundamente el orden de la creación; el hombre dejó de ver el mundo como una obra llena de bondad, y lo convirtió en una realidad equívoca. Puso su esperanza en las creaturas y se fijó como meta falsos fines terrenos. La venida de Jesucristo al mundo tiene como finalidad reimplantar en el mundo el proyecto de Dios y conducirlo eficazmente a su destino de unión con Él. Para ello, Jesús, verdadera cabeza del género humano, asumió toda la realidad humana degradada por el pecado, la hizo suya, y la ofreció como hijo al Padre. De este modo, Jesús restituyó a cada relación y situación humana su verdadero sentido, en dependencia a Dios Padre. Este sentido, de la venida de Jesús se realiza con su vida entera, con cada uno de sus misterios, en los que Jesús glorifica plenamente al Padre. Cada acontecimiento y cada etapa de la vida de Cristo tienen una específica finalidad en orden a este objetivo salvador.
La finalidad propia del misterio de la Cruz es cancelar el pecado del mundo (cfr. Jn 1, 29), algo completamente necesario para que se pueda realizar la unión filial con Dios. Esta unión es, el objetivo último del plan de Dios (cfr. Rm 8, 28-30). Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus hombros y anulándolo en la justicia de su corazón santo, en esto consiste esencialmente el misterio de la Cruz: El cargó con nuestros pecados. Lo indica, en primer lugar, la historia de su pasión y muerte relatada en los Evangelios.
Estos hechos, siendo la historia del Hijo de Dios encarnado y no de un hombre cualquiera, más o menos santo, tienen un valor y una eficacia universales, que alcanzan a toda la raza humana. En ellos vemos que Jesús fue entregado por el Padre en manos de los pecadores (cfr. Mt 26, 45) y que Él mismo permitió voluntariamente que su maldad determinase en todo su suerte. Como dice Isaías al presentar su impresionante figura de Jesús: «se humilló y no abrió la boca. Como un cordero llevado al matadero y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca» (Is 53, 7). Cordero sin mancha, aceptó libremente los sufrimientos físicos y morales impuestos por la injusticia de los pecadores, y en ella, asumió todos los pecados de los hombres, toda ofensa a Dios. Cada agravio humano es, de algún modo, causa de la muerte de Cristo. Decimos, en este sentido, que Jesús “cargó” con nuestros pecados en el Gólgota (cfr. 1P 2, 24). Jesús eliminó el pecado en su entrega.
Pero Cristo no se limitó a sobrellevar nuestros pecados sino que también los “destruyó”, los eliminó. Pues, llevó los sufrimientos en la justicia filial, en la unión obediente y amorosa hacia su Padre Dios y en la justicia inocente, de quien ama al pecador, aunque éste no lo merezca: de quien busca perdonar las ofensas por amor (cfr. Lc 22, 42; Lc 23, 34). Ofreció al Padre sus sufrimientos y su muerte en nuestro favor, para nuestro perdón: «en sus llagas hemos sido curados» (Is 53, 5).
La Cruz revela la misericordia y la justicia de Dios en Jesucristo. Fruto de la Cruz es, por tanto, la eliminación del pecado; de ese fruto se apropia el hombre a través de los sacramentos (sobre todo la Confesión Sacramental) y se apropiará definitivamente después de esta vida, si fue fiel a Dios. De la Cruz procede la posibilidad para todos los hombres de vivir alejados del pecado y de integrar los sufrimientos y la muerte en el propio camino hacia la santidad. Dios quiso salvar el mundo por el camino de la Cruz, pero no porque ame el dolor o el sufrimiento, pues Dios sólo ama el bien y hacer el bien. No quiso la Cruz con una voluntad incondicionada, como quiere, por ejemplo, que existan las criaturas, sino que la ha querido para perdonar nuestros propios pecados. Hay Cruz porque existe el pecado. Pero también porque existe el Amor. La Cruz es fruto del amor de Dios ante el pecado de los hombres.
Dios quiso enviar a su Hijo al mundo para que realizara la salvación de los hombres con el sacrificio de su propia vida, y esto, dice en primer lugar mucho de Dios mismo. Concretamente la Cruz revela la misericordia y justicia de Dios: La Sagrada Escritura refiere con frecuencia que el Padre entregó a su Hijo en manos de los pecadores (cfr. Mt 26, 54), que no se ahorró a su propio Hijo. Por la unidad de las Personas divinas en la Trinidad, en Jesucristo, Verbo encarnado, está siempre presente el Padre que lo envía. Por este motivo, tras la decisión libre de Jesús de entregar su vida por nosotros, está la entrega que el Padre nos hace de su Hijo amado, consignándolo a los pecadores; esta entrega manifiesta más que ningún otro gesto de la historia de la salvación el amor del Padre hacia los hombres y su misericordia. La Cruz nos revela también la justicia de Dios. Ésta no consiste tanto en hacer pagar al hombre por el pecado, sino más bien en devolver al hombre al camino de la verdad y del bien, restaurando los bienes que el pecado destruyó.
La fidelidad, la obediencia y el amor de Cristo a su Padre Dios; la generosidad, la caridad y el perdón de Jesús a sus hermanos los hombres; su veracidad, su justicia e inocencia, mantenidas y afirmadas en la hora de su pasión y de su muerte, cumplen esta función: vacían el pecado de su fuerza condenatoria y abren nuestros corazones a la santidad y a la justicia, pues se entrega por nosotros. Dios nos libra de nuestros pecados por la vía de la justicia, por la justicia de Cristo. Como fruto del sacrificio de Cristo y por la presencia de su fuerza salvadora, podemos siempre comportarnos como hijos de Dios, en cualquier situación por la que atravesemos.
Pidamos al Señor que nos permita conocer, amar y vivir su Pasión, Muerte y Resurrección y así comprender también nuestra propia vida.
+Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo