Caminamos ya a Belén, al encuentro del Niño Dios, nacido en un pesebre. Nace en la pobreza, sin nada, acompañado de María y José. Luego vendrán los pastores, con sus rústicos regalos y su adoración profunda. Más adelante hombres principales de otras latitudes, como anunciando que Jesús nace no para unos pocos, sino de todos los pueblos. También lo buscan -ya desde niño- para matarlo, preanunciando también su destino final. La naturaleza también lo recibe, junto con los animales, que expresan el deseo de Dios de restaurar toda la creación con su presencia y su enseñanza.
Tras el pecado original -que tan fácilmente se nos olvida y que tan presente está en nuestro mundo con sus consecuencias- y la promesa del Redentor, Dios mismo vuelve a tomar la iniciativa y establecer una Alianza con los hombres: primero con Noé tras del diluvio y después y, sobre todo, con Abraham, a quien prometió una gran descendencia y hacer de ella un gran pueblo, dándole una nueva tierra, y en quien un día serían bendecidas todas las naciones. La Alianza se renovó después con Isaac y con Jacob. En el Antiguo Testamento, la Alianza alcanza su expresión más completa con Moisés. Navidad es el recuerdo del paso de Dios, es la irrupción amorosa de Dios en nuestra historia personal y social, para hacerse como cada uno de los que habitamos este mundo. Es Dios con nosotros.
Movidos por el Espíritu Santo debemos preguntarnos ¿quién es el que viene? Es Jesús, que en hebreo significa «Dios salva»: en el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión, es decir, El es el Hijo de Dios hecho hombre para salvar a su pueblo de sus pecados. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es el Nombre divino, el único que trae la salvación y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación. Es Cristo, que viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» y que quiere decir «ungido» y que pasa a ser nombre propio de Jesús porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de El. Éste era el caso de los sacerdotes, los reyes y los profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho, pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana, esencialmente política.
Jesucristo es el Unigénito de Dios, el Hijo único de Dios. La filiación de Jesús respecto a su Padre no es una filiación adoptiva como la nuestra, sino la filiación divina natural, es decir, «la relación única y eterna de Jesucristo con Dios, su Padre: El es el Hijo único del Padre y El mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios. Los evangelios «narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su “Hijo amado”. Jesús se designa a sí mismo como el “Hijo único de Dios”y afirma mediante este título su preexistencia eterna». Es el Señor: «en la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés, YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel.
Pidamos a Dios la humildad de reconocer a su Hijo nacido de María siempre Virgen y vayamos al pesebre e inclinemos con amor nuestra cabeza y nuestro corazón ante el Amor de Dios por cada uno de nosotros.
+ Juan Ignacio González E.
Obispo de San Bernardo