Cuando las circunstancias de nuestra vida se hacen complejas y difíciles, el Amor de Dios llega siempre a nosotros para vivir el llamado a la santidad en plenitud. Dios nunca deja de estar cerca de sus hijos, especialmente en los momentos de agobio y aflicción. Su mano siempre nos toca. Publicamos este documento elaborado por Monseñor Juan Ignacio González E.
Qué son los sacramentos.
Los sacramentos son los signos sensibles y eficaces de la gracia de Dios, establecidos por nuestro Señor. Son como “fuerzas que brotan” del Cuerpo de Cristo (cf. Lc 5, 17; Lc 6, 19; Lc 8, 46) siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son “las obras maestras de Dios” en la nueva y eterna Alianza”1. El Concilio Vaticano II enseñó que “los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios; pero en cuanto signos, también tienen un fin pedagógico. No sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y cosas; por eso se llaman sacramentos de la fe.2
“Los sacramentos del Nuevo Testamento, instituidos por Cristo Nuestro Señor y encomendados a la Iglesia, en cuanto que son acciones de Cristo y de la Iglesia, son signos y medios con los que se expresa y fortalece la fe, se rinde culto a Dios y se realiza la santificación de los hombres, y por tanto contribuyen en gran medida a crear, corroborar y manifestar la comunión eclesiástica; por esta razón, tanto los sagrados ministros como los demás fieles deben comportarse con grandísima veneración y con la debida diligencia al celebrarlos”.3
La Iglesia es la depositaria del don de los sacramentos.
Por el Espíritu que la conduce “a la verdad completa” (Jn 16, 13), la Iglesia reconoció poco a poco este tesoro recibido de Cristo y precisó su “dispensación”, tal como lo hizo con el canon de las Sagradas Escrituras y con la doctrina de la fe, como fiel dispensadora de los misterios de Dios (cf Mt 13, 52; 1Co 4, 1). Así, la Iglesia ha precisado a lo largo de los siglos, que, entre sus celebraciones litúrgicas, hay siete que son, en el sentido propio del término, sacramentos instituidos por el Señor”.4
“Puesto que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia y pertenecen al depósito divino, corresponde exclusivamente a la autoridad suprema de la Iglesia aprobar o definir lo que se requiere para su validez, y a ella misma o a otra autoridad competente, de acuerdo con el can. 838, PP 3 y 4, corresponde establecer lo que se refiere a su celebración, administración y recepción lícita, así como también al ritual que debe observarse en su celebración”.5
Necesidad de los sacramentos.
La fe de la Iglesia afirma que los sacramentos son necesarios para la salvación porque contienen la gracia que nos hace posible la santidad. Especialmente el Bautismo, que es el que nos abre las puertas a todos los demás sacramentos (Cfr. Dz. 388, 413, 996). “Todo fiel, que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves al menos una vez al año, y de todos modos antes de recibir la sagrada Comunión”.6
La Eucaristía también es necesaria para quienes hayan llegado al uso de razón (cfr Jn. 6, 53). Enseña el Compendio del Catecismo que: “Para los creyentes en Cristo, los sacramentos, aunque no todos se den a cada uno de los fieles, son necesarios para la salvación, porque otorgan la gracia sacramental, el perdón de los pecados, la adopción como hijos de Dios, la configuración con Cristo Señor y la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo cura y transforma a quienes los reciben”.7
Se descubre así que no todos los sacramentos son igualmente necesarios para la salvación, pues de hecho muchas personas no recibirán nunca algunos de ellos, como por ejemplo el matrimonio, el orden sagrado. El único sacramento absolutamente indispensable para salvarse es el bautismo: si un niño recién bautizado muere, se salva, aunque no haya comulgado. La Iglesia sintetiza así esta necesidad: “El Bautismo es necesario para la salvación de todos aquellos a quienes el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento”.8
Sin embargo, para un bautizado que ha llegado al uso de razón, la Eucaristía resulta también requisito indispensable, según las palabras de Jesucristo: “Si no coméis la Carne del Hijo del Hombre y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros”(Jn. 6, 53). De esto se puede deducir que no sería razonable que un hombre alcanzara la salvación -que es plena unión con Dios-, sin tener en la tierra al menos el deseo de la Eucaristía, que también es unión con Dios y anticipo de la vida plena del cielo. En correspondencia con ese precepto divino, la Iglesia dispone en su tercer mandamiento que al menos una vez al año y por Pascua de Resurrección, todo cristiano con uso de razón debe recibir la Eucaristía. También hay obligación de comulgar cuando se está en peligro de muerte: en este caso la comunión se recibe a modo de Viático, que significa preparación para el viaje de la vida eterna”.9
Cuando no se puede comulgar.
Puede haber razones subjetivas que impiden la recepción de la Eucaristía. También puede haber razones objetivas, externas al fiel mismo, que hace muy difícil o imposible a una persona acercarse a comulgar. Una de ellas es el caso de una gran epidemia o peste, como la que padece el mundo, en que la autoridad, para evitar su expansión, restringe las reuniones de más de un número determinado de personas. Puede ser también en el caso de una guerra, en que resulta imposible encontrar a un sacerdote o ministro autorizado o no hay templos disponibles o no hay quien consagre el pan y el vino. La lejanía forzada también puede ser una causa lícita para no recibir la comunión. También puede ocurrir en caso de persecución. Se aplica en estos casos el adagio “a lo imposible nadie está obligado”.
Cuando resulta imposible o muy difícil confesarse
Lo mismo cabe decir de los casos en que a una persona le resulte imposible acceder a la confesión. Si no hay conciencia de un pecado grave o mortal, la fe de la Iglesia nos enseña que ellos son perdonados por diversos medios, especialmente la oración y las obras de bien, siempre que la persona esté arrepentida y tenga el propósito de no volver a pecar.
En caso de tener conciencia de una falta grave, la confesión es el camino necesario para recibir la absolución. Pero si esto resulta verdaderamente imposible, por causas objetivas como las señaladas y hay arrepentimiento sincero – contrición verdadera – del mal cometido, deseo de enmendar la vida, junto al propósito de confesar los pecados graves en cuanto sea posible 10, se puede afirmar que esa persona desde ese momento ya ha recibido el perdón de Dios y vuelve al estado de Gracia.
Recientemente, con ocasión de la pandemia, la Iglesia ha enseñado que: “cuando el fiel se encuentre en la dolorosa imposibilidad de recibir la absolución sacramental, debe recordarse que la contrición perfecta, procedente del amor del Dios amado sobre todas las cosas, expresada por una sincera petición de perdón (la que el penitente pueda expresar en ese momento) y acompañada de votum confessionis, es decir, del firme propósito de recurrir cuanto antes a la confesión sacramental, obtiene el perdón de los pecados, incluso mortales (cf. Catecismo dela Iglesia Católica n. 1452)”.11
Lo que nos ha enseñado el Papa Francisco para este momento.
Recientemente el Papa Francisco también se ha referido a este tema; “Sé que muchos de ustedes, para Pascua” – dijo el Papa – “van a confesarse para reencontrarse con Dios”. Pero, muchos me dirán hoy: ‘Pero, Padre, ¿dónde puedo encontrar un sacerdote, un confesor, por qué no se puede salir de casa? Y yo quiero hacer las paces con el Señor, quiero que Él me abrace, quiero que mi papá me abrace… ¿Cómo puedo hacer si no encuentro sacerdotes?’ Haz lo que dice el Catecismo”. “Es muy claro: si no encuentras un sacerdote para confesarte -explicó el Pontífice-, habla con Dios, que es tu Padre, y dile la verdad: ‘Señor, he hecho esto, esto, esto… Perdóname’, y pídele perdón con todo mi corazón, con el Acto de Dolor, y prométele: ‘Me confesaré más tarde, pero perdóname ahora’. Y de inmediato, volverás a la gracia de Dios. Tú mismo puedes acercarte, como nos enseña el Catecismo, al perdón de Dios sin tener un sacerdote a mano. Piensa en ello: ¡es la hora! Y este es el momento adecuado, el momento oportuno. Un acto de dolor bien hecho, y así nuestra alma se volverá blanca como la nieve”.12
En algunos casos esta realidad puede darse efectivamente, pero en general se puede decir que en las circunstancias actuales y en un país como el nuestro, parece difícil que ello pueda ocurrir. Siempre será posible, con esfuerzo y sabiduría, llegar a la absolución sacramental en el caso de faltas graves. Pero si no es así, nadie puede inquietarse en su alma. Dios es Padre amoroso, que nunca abandona a sus hijos y nos ama hasta el infinito.
Medios ordinarios y extraordinarios.
¿Qué sucede, entonces, con el fiel al cual la gracia de Dios no puede fluir por medio de los sacramentos porque le resulta imposible acercarse a ellos?
Es posible entonces distinguir entre medios ordinarios y extraordinarios por los cuales Dios nos concede su gracia, recuperar su amistad e impulsarnos a la santidad. Los ordinarios son los sacramentos, los extraordinarios muchas otras formas de unirse a Dios y recibir su gracia, como por ejemplo la oración personal y comunitaria, el servicio a los demás, los sacrificios hechos por amor a Dios y al prójimo, las devociones diversas a Dios, a Jesucristo, a la Madre de Dios y a los santos. Dios nuestro Señor no se corta los brazos. “Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones rectas de las criaturas y cuanto hay de positivo en el sucederse de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es El quien nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios”.13
El deseo del corazón siempre es colmado por Dios.
Nuestro Señor conoce el corazón humano y como enseña un antiguo escritor cristiano “para quienes buscan con sinceridad el remedio, no puede faltar la medicina del verdadero médico de las almas. Esto es particularmente cierto para aquellos que no cierran los ojos a sus dolencias por desánimo o por negligencia”.14
Es tan grande el deseo de Dios de venir al encuentro del hombre, que los sacramentos aparecen como lo mas adecuado a nuestra naturaleza. Somos seres corporales y los sentidos, las palabras, las cosas materiales son parte esencial de nuestro caminar. Entonces Dios, en su infinita amor y bondad concede de manera misteriosa pero real – sacramentun – una eficacia que no es natural, sino sobrenatural a los sacramentos.
El justo deseo de muchas personas por asistir y recibir la Eucaristía – cosa del todo deseable y necesaria – puede ser una ocasión oportuna para volver a agradecer el don de los sacramentos, el amor de Dios por cada uno de nosotros y la facilidad con que en tiempos normales podemos recurrir al auxilio divino de los sacramentos. Así como el solo deseo del bautismo en una persona que no ha podido recibirlo sin culpa, trae consigo la gracia del Sacramento y la salvación, así también el deseo ferviente de la comunión o la confesión, cuando estamos impedidos verdaderamente o hay dificultades graves como las actuales para recibirlos, puede producir en el fiel los efectos del sacramento.
De aquí la importancia de la llamada comunión espiritual, que es una expresión interior del deseo de recibir, si fuera posible, sacramentalmente la Sagrada Eucaristía y también de la llamada contrición perfecta, por el cual aborrecemos el pecado, especialmente el grave.
La santidad en tiempo de coronavirus
Todo tiempo es bueno para el cristiano y en todas las circunstancias de la vida esta llamado a vivir la santidad, es decir la virtud cristiana heroicamente. El cristiano puede y debe vivir esta invitación del Señor a ser Santos. La santidad consiste en cumplir la misión divina recibida. No existe un modelo de santidad válido para todos los casos; Cristo mismo, al que se ha de acomodar toda existencia cristiana, no se nos propone como un modelo abstracto, sino que nos pide un vivir en Él, un participar de su Espíritu, de una manera que resulta única y peculiar de cada existencia: “una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesión los que son guiados por el Espíritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios Padre en espíritu y en verdad, siguen a Cristo. Todos los fieles cristianos, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día”.15