Navidad

Una posada para Jesús, María y José

“Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, como un guerrero implacable, en medio del país condenado al exterminio” (Sab 18, 14-15). Con estas bellísimas y misteriosas palabras el libro sagrado expresa el momento en que el Padre Eterno quiso enviar a su Hijo, la Palabra de Dios, a vivir entre nosotros. El hecho histórico de la irrupción de Jesucristo, el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre, ocurrió en un momento preciso de nuestra historia humana, en un lugar determinado de nuestro mundo y en un pueblo que era el escogido, el pueblo de Dios. 

Nosotros, con nuestras pobres vidas, marcadas por las propias debilidades, algunas veces sin capacidad de descubrir la grandeza de los designios de Dios para con el hombre, vimos nacer a un niño en un mísero establo, en una cueva de animales, porque no había un lugar para ellos en las posadas. No nació entre sábanas blancas y doseles, en palacios o rodeado de las mínimas comodidades. Eligió un lugar de animales, sucio y aparentemente sin dignidad para la grandeza del acontecimiento esencial de la historia humana. Pero era este un designio preciso. Mostrar a todos los hombres que en lo pequeño está la grandeza, en lo vulgar la belleza, en lo pobre la riqueza. La Palabra omnipotente bajó del cielo para mostrarnos a nosotros el camino de vuelta a la Casa del Padre. Un camino de doble vía, por el que El vino y por el que nosotros volvemos. El camino de la Humanidad de Jesús. San Agustín lo describe así: “Ir por medio del Verbo hecho carne al Verbo que era en el principio con Dios (Trat. Evang. S. Juan, 13, 14).

La lógica de los hombres se ve transformada por la lógica de Dios. La grandeza es hacerse pequeño, el señorío ser servidor, la riqueza ser pobre, el poder es la humildad. Una inversión total de nuestra humana manera de ver la vida. Y entonces adquiere fuerza el único camino que es amar, conocer e imitar esa humanidad divina que vino a vivir con nosotros. En esto consiste la verdadera conversión. “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (J Escrivá, Amigos de Dios, 299).

Sigamos el sencillo pero profundo consejo del Papa Francisco. “Les invito a detenerse ante el pesebre, porque allí nos habla la ternura de Dios. Allí se contempla la misericordia divina que se ha hecho carne, y que enternece nuestra mirada”.

Y podremos convertir nuestro pobre corazón en un pesebre para el Niño Dios, acoger a nuestra Madre María y a San José, que encontrarán una posada en nosotros. 

+Juan Ignacio