Estamos en una sociedad donde a cada momento se nos habla de la muerte, pero no nos gusta pensar en la propia, que también llegará. Parece que son los otros los que mueren, en guerras, homicidios y accidentes. Pero “la muerte no es un punto final, es un tránsito. Al acabar nuestro viaje en el tiempo, viene el paso a la eternidad” (San Cipriano). “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva? (Surco 891)
La muerte no es sólo una necesidad natural, es un misterio. Cristo Hijo de Dios aceptó la muerte como necesidad de la naturaleza, como parte inevitable de la suerte del hombre sobre la tierra. El aceptó la muerte como consecuencia del pecado. Desde el principio, la muerte está unida al pecado y Jesucristo aceptó la muerte para vencer al pecado, enseñó San Juan Pablo II.
Nuestra historia está definida y determinada por un comienzo y un fin. Esta peregrinación debe tener un sentido que solo se alcanza a la luz de la fe. “Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre”(GS, 49).
La muerte no admite excepciones: pues todos nacimos manchados con el pecado original, autor de la muerte: así como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, porque todos habían pecado (cfr. Rm 5, 12) “Lo mismo muere el justo y el impío, el bueno y el malo, el limpio y el sucio, el que ofrece sacrificios y el que no. La misma muerte corre para el bueno que para el que peca. El que jura, lo mismo que el que teme el juramento. De igual modo se reducen a cenizas hombres y animales” (San Jerónimo)
La meditación de la muerte nos hace reaccionar ante la tibieza, ante la desgana en las cosas de Dios, ante la búsqueda de una vida cómoda y materialista. Nos ayuda a santificar el trabajo y a comprender que esta vida es un tiempo, corto, para merecer. la otra.
Si tememos demasiado a nuestra muerte, quizá hay que profundizar en dos aspectos. El primero es que quien nos espera después es nuestro Padre, quien más nos ama y sólo desea nuestra salvación. El segundo, revisemos nuestra vida, porque puede que en ella haya comportamientos, pensamientos y deseos, que no son de Dios ni para El. Sabiendo que nos dirigimos tan deprisa hacia el Señor, pidamos con humildad; “acuérdate, Jesús piadoso, de que he sido la causa de tu redención; que no me pierdas en aquel día… Justo Juez de los castigos: concédeme el perdón; antes del día en que he de dar cuenta ante ti” (Cfr. Misa de difuntos, Secuencia).
+Juan Ignacio